Entrevista a Arturo Escobar: Pragmatismo, utopismo y la política de lo real

Entrevista a Arturo Escobar // Tinta Limón

Pragmatismo, utopismo y la política de lo real: hipótesis para el posdesarrollo

Por Tinta Limón

Arturo Escobar: Unas breves palabras antes de comenzar. Primero que todo, mis agradecimientos a todo el grupo por acoger la propuesta de publicar el libro en Tinta Limón y por la sugerencia de incluir esta entrevista como una especie de prefacio a la edición argentina. Me siento muy honrado por la publicación. Pienso que la entrevista me servirá para clarificar algunas dudas, enfatizar ciertas ideas claves, y rearticular algunos conceptos de manera menos titubeante, más definida. Me parece que todas las preguntas están atravesadas por algunas preocupaciones fundamentales para las cuales es hoy difícil tener respuestas contundentes. Esto también quiere decir que podríamos comenzar con cualquiera de las preguntas y, donde quiere que sea que salgamos, habremos tocado varios o todos estos temas. Las respuestas que siguen, de esta forma, deben tomarse más bien en el espíritu de las variaciones musicales, y menos como comentarios sobre temas independientes y discretos. En las dos o tres primeras respuestas, las más extensas, se encontrarán las semillas de las demás. Sin duda persistirán algunos “nudos”, y quizás habré creado otros, pero confío en que algunas de las preocupaciones que bien expresan las preguntas hayan sido al menos mitigadas.

 

Tinta Limón: Hablás de un diseño de transición que invoca desde la “reinvención de lo humano” a la profundización de formas comunales de vida. Te proponés una conjunción llamativa que es colocar el diseño como un problema de la autonomía. ¿Qué significa pensar en un diseño y en una transición sin reponer modelos racionalistas y/o ideales de comunidad o comunalidad? ¿Se puede diseñar el cambio?

Pienso que la pregunta tiene dos partes: si el diseño realmente puede escaparse a los dictámenes de la racionalidad objetivante e instrumental y la teleología propias de la modernidad; segundo, si puede lograrlo sin postular visiones a-históricas (modelos ideales) de comunidad. Abordaré la primera parte con cierto nivel de detalle en esta primera respuesta, y dejaré la segunda para una pregunta posterior bastante relacionada.

La pregunta me da pie para volver sobre una de las observaciones y preguntas “en abierto” que planteo en la Conclusión, sin duda de forma muy breve, aquella de si las “comunidades tradicionales” (o digamos, mejor, los grupos históricamente comunalizados) diseñan o no. Si aceptamos que la vida es siempre movimiento, flujo, impermanencia y creación de formas desde el interior de esta dinámica, ¿no nos refiere el diseño necesariamente a un régimen de verdad y acción muy diferente? ¿No es la noción de “cambio” inevitablemente cómplice de una voluntad de poder anclada en los imperativos modernos?

Para acercarme a esta pregunta, quisiera explorar dos conceptos in tandem: relacionalidad fuerte, teleología débil, y su opuesto: relacionalidad débil, teleología fuerte (que sería el caso de la modernidad, con su relacionalidad dualista “débil”, su onto-epistemología de sujetos y objetos pre-constituidos y su temporalidad lineal). Creo que el concepto de relacionalidad fuerte, o radical, queda suficientemente explicado en el libro; es aquella donde las entidades no son pre-existentes a la relación sino que esta las constituye, todo es mutuamente constituido. Como explico, encontramos expresiones relativamente similares de esta idea en una serie de fuentes, desde el budismo (“co-emergencia dependiente” e “inter-ser”), la complejidad (emergencia) y la antropología, entre otras. Ahora bien, me gustaría dar una explicación adicional de esta noción apoyándome en la re-elaboración del concepto de ayllu que hace Marisol de la Cadena en su libro más reciente, pues es una de las exposiciones más claras de la idea de relacionalidad radical que he leído en mucho tiempo.

No podré dar un recuento adecuado del libro en esta corta entrevista, pero se centra en las conversaciones que la autora mantuviera por espacio de una década con dos especialistas rituales (“chamanes”) indígenas en la región de Cuzco, Mariano y Nazario Turpo, y en la cual Ausangate, una “montaña sagrada” o tirakuna (ser-tierra),[1] amenazada por la minería a gran escala, también juega un papel preponderante. El ayllu es una noción casi mítica en la antropología latinoamericana que Marisol reinterpreta de forma novedosa desde la perspectiva de una filosofía no eurocéntrica de la relacionalidad, a partir de sus conversaciones con Mariano y Nazario. Ser “en-ayllu”, dice Marisol, va mucho más allá de la propiedad colectiva de la tierra y ciertas tradiciones religiosas y formas de parentesco, como generalmente se lo entiende. El ayllu, por el contrario, “es el colectivo socionatural de humanos, los otros-no-humanos, animales y plantas conectados inherentemente de tal forma que nadie ni nada dentro de él escapa a esta relación” (p. 44). Esta definición, como diría Marisol, es solo nuestra incompleta traducción de lo que en realidad es toda una fenomenología no antropocéntrica del ser, estar, hacer y habitar que no puede ser reducida a explicaciones, pues solo existe en su continua enacción. En-ayllu es una composición continua donde están involucrados los tirakuna (como Ausangate o algunas lagunas y ríos), los runakuna (los indígenas), los animales, plantas, etc. Ser en-ayllu conlleva una coincidencia ininterrumpida entre tierra, territorio y lugar; significa ineluctablemente “ser el territorio”, “ser el lugar”. No hay separación aquí entre humanos, no-humanos y “lugar”. A través de sus prácticas en-ayllu, tirakuna y runakuna “ocurren” (“toman-lugar”).

Para ponerlo en términos de la ontología política, en-ayllu supone una “relacionalidad fuerte” que no opera bajo la separación occidental de naturaleza y humanidad, aunque también esté entreverada con esta. Por tanto, traducir “tirakuna” como ser vivo, como ser cognosintiente (sentient being), o, para el caso de Ausangate, como “montaña sagrada”, solo puede ser una traducción parcial, ya que nos remite a un mundo en el que los seres-tierra no pueden co-ser o co-existir con runakuana (humanos) en mutua e incesante co-creación. Toda traducción de esta multiplicidad relacional a una ontología de humanos y no-humanos separados y pre-constituidos solo puede conducirnos a representar estos seres-tierra en términos de “creencias”, o prácticas culturales particulares, o atavismos, o como reflejo de la ignorancia, y por tanto los extrae de su capacidad de ser-siempre en continua co-emergencia con runakuna. La lucha de muchas décadas de Mariano por la recuperación de la tierra fue en parte esto, pero no solamente; también, y con mayor relevancia, fue por la pervivencia de ser en-ayllu. Aunque Mariano y su comunidad, como lo pensara la izquierda de los años sesenta y setenta, eran “campesinos luchando por la tierra”, la práctica runakuna claramente excedía estos términos, pues al mismo tiempo sus acciones eran (y surgían de) ser-en-ayllu. Este “exceso ontológico” es fundamental para entender buena parte de mi argumento sobre la reapropiación del diseño, como iré explicando en el resto de esta respuesta y en mi discusión de las demás preguntas. Al movilizarse por la tierra, o por la defensa de la “montaña sagrada”, estamos ante verdaderos mundos en movimiento, como explico en el Capítulo 5 (en el lenguaje de la ontología política, estamos hablando de conflictos ontológicos).

Dada esta conceptualización radicalmente relacional de “ser en-ayllu”, tiene absoluto sentido resistirse a la idea del diseño, como lúcidamente me lo argumentaron las estudiantes de doctorado en Popayán en octubre del 2015. Allí la discusión se dio entre dos preguntas contrastantes: “¿diseñan las comunidades tradicionales (tales como las comunidades nasa y misak de la región aledaña a Popayán)?”. Segunda pregunta: “¿pueden las comunidades (darse el lujo de) no diseñar?”. Intento una respuesta a este dilema en la sección de la Conclusión a la que he aludido, en parte apoyándome en Maturana y Verden-Zöller, cuya noción de que las comunidades no patriarcales “simplemente vivían en una interconectividad sistémica y dinámica con el cosmos” me parece consistente con la noción de “en-ayllu”. Quisiera ahora intentar otra aproximación, y de nuevo Marisol me proporciona un punto de entrada.

“El ayllu es como un tejido”, le dice Justo Oxa, un maestro de escuela quechuo-parlante, a Marisol, “y todos los seres del mundo –gente, animales, montañas, plantas, etc.– son como los hilos, todos somos parte del diseño. Los seres de este mundo no están solos; de la misma forma que un hilo por sí solo no forma un tejido, los tejidos existen con los hilos; un runa siempre es en-ayllu, con otros seres –esto es ayllu–” (de la Cadena 2015: 44). En otras palabras, las entidades que conforman el ayllu (runakuna, tirakuna, plantas y animales) son tan parte de este como el tejido es parte de ellos (p. 101). Por lo tanto, la única práctica que tiene sentido dentro de esta visión relacional es la de cultivar la vida –la “crianza” mutua de la vida–. Como lo afirma Oxa, “la Pachamama nos cría, los Apus nos crían, nos cuidan. Criamos nuestros hijos y ellos nos crían… Criamos las semillas, los animales y las plantas, y ellos también nos crían” (103). ¿Será demasiado atrevido ver en estas declaraciones instancias de diseño de otro modo, o diseño con otro nombre, como argumentaría Alfredo Gutiérrez dentro de su conceptualización de diseños del sur (ver Conclusión)? ¿Por qué no pensar que en los conceptos de la vida como tejido (igualmente central a la cosmovisión nasa y misak) y de la crianza mutua de la vida yace una imaginación no-dualista de diseño?[2]

De ser así, diríamos que todo diseño tiene que surgir de “ser en-ayllu” (metafóricamente hablando, es decir, del pluriverso comunalitario), pues fuera de este nada puede ser. En última instancia, diría que no se trata de “diseñar el cambio”: se trata de ayudar a crear las condiciones para el proceso continuo de mundificar la vida siempre desde la relación, para enactuarla de tal forma que podamos ejercer con dignidad el conocer~ser~hacer ininterrumpido en los mundos que habitamos. (Esta idea resuena con la “utopía” de Gatt e Ingold, que cito en la Conclusión: “El diseño, en este sentido, no transforma el mundo; es, más bien, parte del mundo que se transforma a sí mismo”). Desde esta perspectiva, cuando se planteen actividades de diseño autónomo, hablaríamos no tanto de “proyectos” sino de “procesos en entramados”, sin separación entre medios y fines. No se trata de una voluntad proyectual lineal, esencial para el concepto de “cambio social”, si bien cierto tipo de pensamiento proyectual “débil” continúe siendo parte importante del diseño, incluyendo del diseño autónomo, en forma limitada, como discutiré en la siguiente respuesta.

La coyuntura actual nos insinúa que estamos abocados a re/diseñar la urdimbre de la vida, a retejer y reparar, a re-unir lo separado, a re/inventar formas otras de habitar, de lugarizarse, de comunalizarse; y todo esto (¡quizás la parte más difícil!) en contextos de mundos que involucran entramados de humanos y no humanos, en conexión parcial con muchos otros mundos, incluyendo aquellos mundos que no se quieren relacionar sino asimilar o destruir. El diseño entonces emerge como espacio de pensamiento-acción –de cosmoacción, como lo dice el Plan de Viva misak (Capitulo 2)– para mundificar la existencia de acuerdo a la forma-Tierra de la vida, para construir territorios de re-existencia en los intersticios de los entramados entre mundos que perseveran en su diferencia. Este “estar abocados a” puede resumirse en la expresión: “¡A rediseñar! ¡A redisoñar!”, de acuerdo al doble mandato de la Liberación de la Madre Tierra y del principio de la recomunalización.

Para terminar, una breve referencia a aquello de “colocar el diseño como un problema de la autonomía”. Tenemos que pensar también en la otra dirección: la autonomía como un problema de diseño. Ambos enunciados se refieren al mismo proceso, con énfasis diferentes. Sobre la primera mitad: el diseño ha sido, por supuesto, militantemente heterónomo. Esta fue una de las principales denuncias de Ivan Illich, toda su crítica a las tecnologías incapacitantes y desempoderadoras de la modernidad. Plantear la posibilidad de “herramientas conviviales” fue, para Illich (como lo sigue siendo para illicheanos como Gustavo Esteva, Silvia Marcos, Jean Robert, Barbara Duden y Wolfgang Sachs, entre otrxs, todos ellos autores profundamente comunalitarios) una de las rutas más importantes para recuperar la autonomía personal y colectiva. En términos de la segunda, es la noción más política e importante del libro, desarrollada en el Capítulo 6 en particular. Reconozco el carácter casi que inevitablemente oximorónico del concepto de “diseño autónomo”; confío haberlo planteado al menos como hipótesis a ser explorada, especialmente a través de prácticas otras de diseño, como intento enfatizar en estas respuestas.

 

En este mismo sentido, ¿cómo se conjuga tu trabajo sobre la auto-organización, la auto-poiesis y la emergencia con la apuesta a un diseño que sugiere una planificación, y que en ese sentido parecerían nociones bastante divergentes? O dicho de otro modo: ¿por qué asociar la noción de diseño con la de composición de lo emergente?

 

Lo emergente, por definición, no se diseña. Esta es una de las proposiciones primordiales de la ciencia de la complejidad y el fundamento de su crítica a la “ciencia reduccionista” y a la cibernética clásica basada en el problema del “control”. La simple fórmula de la teoría de sistemas, que se aplica al concepto de la emergencia, de que “el todo es mucho más que la suma de las partes” sugiere que esos “todos” que encontramos a lo largo del espectro de la vida natural y social (desde la célula hasta la cuenca amazónica, los mercados y los estados-nación) no solo no pueden ser conocidos en su totalidad a partir del conocimiento de las partes, sino que, por ende, no podemos ni predecir su emergencia y comportamiento ni prescribir las formas que podrían tomar a través del diseño. El desconocimiento de este hecho ha sido el talón de Aquiles de la ciencia moderna y una de las fuentes de la crisis ambiental. Ahora bien, esto no quiere decir que lo emergente sea meramente “espontáneo”. Para el caso de los movimientos sociales, como sugerí en Territorios de diferencia (Cap. 6),[3] podemos hablar de dos dinámicas: auto-organización, y “alter-organización”; en esta última entrarían todas aquellas prácticas donde la acción del humano juega un papel importante (tanto las problemáticas, como las “jerarquías”, como las “mallas” o meshworks). Para mí, la clave es cómo armonizar estos diversos tipos de auto y alter-organización. En sus mejores momentos, los movimientos sociales logran algo de esta armonización, convirtiéndose en sociedades y mundos en movimiento. Se me ocurre que esta es una de las lecciones más dicientes del excelente libro de Raquel Gutiérrez Aguilar, Los ritmos del Pachakuti.[4] Pero antes de decir algo sobre este libro, valga la pena una aclaración inicial sobre algunos de los puntos fuertes, en mi opinión, del pensamiento de la complejidad.

La pregunta clave de la teoría de la complejidad es cómo surge el orden a partir de la dinámica compleja de la materialidad –su “desdoblamiento” o despliegue dinámico– a través de procesos inusitados que no pueden ser comprendidos con base al entendimiento de las propiedades de los elementos que componen la entidad o sistema en cuestión. La complejidad es la ciencia de las formas emergentes, de cómo estas alcanzan coherencia y consistencia a pesar de todo, de la danza entre orden y desorden (Notemos de paso que la teoría social ya no se hace esta pregunta; una vez abandonados el concepto de “totalidad”, las nociones orgánicas de sociedad y abstracciones tales como las de estructuras sociales, nos quedamos sin teorías fuertes sobre las entidades observables que pueblan el universo de lo social. Hace tiempo, por ejemplo, no se habla seriamente de “hegemonía”, quizás desde el importante libro Hegemonía y estrategia socialista, de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, de hace ya tres décadas). La emergencia de lo vivo y de lo social involucra procesos tanto lineales (relaciones de causa efecto) como no-lineales (caos), lo cual conduce a situaciones donde no hay predictibilidad ni control, pero sí inteligibilidad, a un alternar entre convergencia (alrededor de un atractor) y divergencia dentro del dominio demarcado por este (podemos pensar en la relación entre mundos parcialmente conectados en términos de esta dinámica de convergencia y divergencia). Un corolario importante de este enfoque es que el control de los fenómenos naturales, como lo pretendía la ciencia reduccionista, se nos escapa de las manos, dada la no predictibilidad de los procesos. De esta realización, los biólogos Solé y Goodwin derivan una conclusión importante: “Hay otras opciones, tales como participar en vez de controlar, es decir, reconocer que podemos ejercer influencia sobre estos sistemas complejos, y proceder con cautela en esta tarea dada la no predictibilidad de nuestras acciones y sus consecuencias. (…) La complejidad nos muestra que vivimos en un universo fascinante pero contra-intuitivo. (…) El estudio de la complejidad y los fenómenos emergentes está abriendo las puertas a una biblioteca nunca antes explorada, llena de libros increíbles con ideas inesperadas” (2000: 28, 303). ¿Aplicará esto en alguna medida a la teoría social y al diseño?[5]

Hablemos por un momento de Los ritmos del Pachakuti en este contexto. Con frecuencia me encuentro recomendando el libro de Raquel como el mejor tratado para pensar sobre las posibilidades de transformación social en el continente –por ejemplo, para abordar la pregunta de si podría ocurrir un Pachakuti como el que se dio en Bolivia entre el 2000 y el 2005 en países como México y Colombia–. No es una hipótesis descabellada, me parece, dado el estado de crisis y desestructuración de instituciones y discursos en ambos países. Más allá de esta pregunta, releer este libro a la luz de las nociones de la complejidad es todo un descubrimiento. No debemos olvidar que Raquel ya nos había preparado para ello con su crítica al “paradigma moderno-mecánico” en sus anotaciones sobre las nuevas filosofías de la ciencia en su penetrante y clarividente recuento de su actividad política, ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social,[6] que muy probablemente la remontó a sus estudios tempranos de matemáticas. No podré detenerme en detalle en su argumento, pero diría que su estrategia teórica, cuidadosamente elaborada en el Prefacio, y su insistencia en “la comprensión práctica” de los acontecimientos insurreccionarios del 2000-2005 detenta las marcas del pensamiento de la complejidad. Así, al afirmar que “[e]xisten momentos históricos en los que los conflictos, antagonismos y desgarramientos internos en una sociedad desbordan todo el andamiaje diseñado para su administración y encauzamiento” (19), nos está hablando de dinámicas no lineales, de la dialéctica del orden y el desorden, del “trastrocamiento y fuga” con respecto a los órdenes instituidos y la emergencia de modos de autorregulación de la convivencia social más allá del estado y del capital. Apela, de hecho, al concepto de “cambio de estado” en la transformación sustancial de las configuraciones sociales. Al hacerse la pregunta, en cada uno de los rigurosamente documentados capítulos empíricos, de “¿quiénes se movilizan?, ¿qué hicieron? y, ¿qué buscaban” (59), se acerca a ciertas metodologías de las ciencias de la complejidad. Cada serie de eventos, podríamos decir, nos adentra en la dinámica de auto-organización y alter-organización que desembocaron en el Pachakuti que terminara con la elección de Evo Morales, y que eventualmente se re-compusiera alrededor del atractor capital-estado, sin lograr estabilizar aquel otro modo de regulación social por fuera, contra y más allá del orden social establecido (p. 46).

Los ritmos del Pachakuti nos deja una serie de metodologías y preguntas claves planteadas de forma lúcida y contundente, incluyendo aquellas de cómo “construir y pensar maneras de desconfigurar permanentemente el orden instituido desde distintos niveles y en distintas cadencias pero, eso sí, de manera expansiva y permanente aunque discontinua, es decir, pautando ritmos, generando cadencias” (21) y sobre “la posibilidad de alterar la realidad social de manera profunda para conservar, transformando, mundos de la vida colectivos y antiguos y para producir formas de gobierno, enlace y autorregulación novedosas y fértiles” (351). Pensar en Colombia y México desde esta perspectiva requeriría adaptaciones pero sería un ejercicio fructífero. ¿Se podrían estar asentando en estos dos países las condiciones para un Pachakuti?[7]

Exploré otras posibles aplicaciones de los enfoques de la complejidad y los entramados (assemblages) en el último capítulo de Territorios de diferencia, particularmente la “ontología social” de Manuel de Landa y el enfoque de redes de Tiziana Terranova. Allí ya aparecían los conceptos de agencia distribuida, la política de lo virtual y una discusión inicial del giro ontológico desde la perspectiva de complejidad y redes, donde hablaba de “actores-redes subalternas”. Quise demostrar, aunque sin duda con demasiada rapidez, por qué la trayectoria del PCN (Proceso de Comunidades Negras) podía entenderse como una articulación entre auto y alter-organización la cual, hasta cierto punto, ha funcionado, aunque requiriendo un esfuerzo inmenso y a veces altos costos. Hoy quizás hablaría de una rizomática subalterna, y me atrevería a vislumbrar algunas nociones para el diseño, tales como la “interoperabilidad entre mundos” (acople estructural), procesos auto-catalíticos en la conformación de mundos, etc. Menciono esto para preguntarme, ¿nos estaremos acercando a una práctica donde articulemos de forma más reflexiva –e, idealmente, efectiva– auto-organización y alter-organización? ¿Podríamos pensar en “mundos distribuidos” en el pluriverso movidos por procesos de conver/diver-gencia y de los cuales podría depender la constitución política del futuro, los futuros, la futuralidad? [8]

Quisiera, para terminar esta segunda respuesta que ya se alargó bastante, volver sobre un tema relacionado pero poco explicado en el texto, y es el lugar del pensamiento racional y la voluntad proyectual dentro de los procesos de diseño autónomo y en el trabajo con colectivos comunalitarios. Mencioné en varias partes, sin enfatizarlo, que tanto autores como Illich, Varela, Ingold, Plumwood y Leff como los proponentes de las transiciones no descartan las prácticas de ser, hacer y conocer que acompañan las ontologías dualistas y de la separación, tales como el conocimiento abstracto, las representaciones objetivantes, las relaciones causa-efecto, y tecnología en sí –más bien rechazan su hegemonía y la marginalización de otras formas de ser~conocer~hacer que efectúan, mientras que visibilizan sus limitaciones para entender la experiencia y, en última instancia, la vida–. Su objetivo, entonces, es resituar estas prácticas como opciones onto-epistémicas y sociales particulares. Al resituarlas, se re-dimensiona su posible uso, siempre y cuando se subordinen a los principios del sentipensar y el hacer relacional. Hay, sin duda, una tensión inherente a este posicionamiento, que Varela por ejemplo busca abordar a través de su noción de “reflexividad encarnada”.

La activista e intelectual nasa Vilma Almendra ha propuesto recientemente una noción que me parece muy sugerente. Al preguntarse por el papel del pensamiento crítico entre las comunidades indígenas afirma: “El pensamiento crítico, como lo vemos y como se expresa en nuestra comunidad, es uno de los flujos de vida de la Madre Tierra, es decir, que el pensamiento crítico comunitario nos ha permitido estar en movimiento”.[9] El pensamiento crítico, en otras palabras, surge de la misma dinámica de la vida, y, en algún momento, se convierte en herramienta esencial para continuar siendo un pueblo en movimiento, para “[p]ensar críticamente, no solamente ver y actuar contra el enemigo externo, sino también identificar el enemigo interno y reconocernos en la hidra que nos habita” (62). De allí surgen los mandatos nasa de “ser, pensar y actuar”, “palabra y acción en el espíritu de la comunidad” y “caminar la palabra”. La idea la continúa Manuel Rozental en su discusión del desafío ante la hidra capitalista que se agudiza: “el desafío que nos convoca a unir palabra y acción es el reconocimiento y abordaje de temas o asuntos críticos, amenazas y alternativas de las que depende nuestra pervivencia y la de la vida misma en cada territorio y en todo el ámbito de la Madre Tierra”.[10] Me parece que aquí hay tres formas de pensamiento en juego: el pensamiento que toma distancia del mundo a conocer (cartesiano, especialmente en relación al “enemigo”); la reflexión encarnada; y el sentipensar continuo con la Tierra-comunidad que surge del dolor y que alimenta la esperanza, quizás el ancla más importante para el deseo de pervivir como pueblo comunalitario. Este trasegar onto-epistémico parecería caracterizar muchas luchas de los pueblos-territorio hoy en día.

El pensamiento crítico de las comunidades surge entonces de las entrañas de las situaciones que viven. ¡Claro! Surge como necesidad de las dinámicas comunalitarias, del ser-comunal, de la historicidad de los mundos relacionales, quizás como un salto en complejidad-conciencia,[11] ubicando a los pueblos-territorio en un lugar muy especial dentro del pensamiento crítico. Es por esto que la epistemología del diseño autónomo tendrá que ser una “epistemología otra”, una epistemología apropiada ya no a la forma-Hombre sino a la forma-Tierra de la vida. Desarrollo esta idea en un texto reciente basado en el enunciado nasa, históricamente novedoso, de “La Liberación de la Madre Tierra”. Muy brevemente: si con el fin de la Época clásica (en el análisis foucaultiano de las epistemes) las fuerzas de lo humano cesaron de producir la forma-Dios para enactuar la forma-Hombre, ¿por qué no atreverse a pensar que con la activación política de las configuraciones onto-epistémicas a la cual asistimos en el presente, y de la cual el pensamiento nasa y de los pueblos-territorio son enunciados contundentes, empezamos nuestro viaje hacia la era de la “forma-Tierra”, la forma-Pacha, la forma Gaia, la era Ecozoica, o era de la casa de la vida? Ya no hablaríamos de Incipit Homo, como dice Deleuze (“aquí comienza el Hombre”)[12] como en la modernidad, sino Incipit Terra, propio de la formación onto-epistémica Ecozoica: estaría comenzando, finalmente, la era de la Tierra. Las fuerzas de lo humano estarían entrando en relación con otras fuerzas del afuera, y estas no pueden ser otras que las de la tierra liberada. Se plegarían a una nueva dimensión de la finitud, pero desde la relacionalidad y la vida, no desde la finitud definida por las concepciones modernas de historia y economía con su noción de acumulación y su marcada teleología.

Hacia el final de su libro sobre Foucault, Deleuze se pregunta si la forma-Hombre, tan detalladamente mapeada por Foucault, “ha sido buena” para la vida. Se pregunta: ¿Ha servido para evitar que los hombres existentes tengan una muerte violenta? (…) Si las fuerzas en el hombre solo componen una forma al entrar en relación con fuerzas del afuera, ¿con qué nuevas fuerzas corren el riesgo de entrar en relación ahora, y qué nuevas formas pueden surgir que ya no sean ni Dios ni el Hombre?” (167, 168). A la segunda pregunta, sobre las nuevas fuerzas con las que entra en contacto ahora el llamado “Hombre”, podemos sugerir que esta es la fuerza de la Tierra, y que los pueblos-territorio están mejor sintonizados con ella; no es “el Hombre” quien liberará la vida, sino estos pueblos quienes al liberar la Tierra liberarán la vida, como bien lo dicen tantas frases del archivo nasa como las que usé en el libro.[13]

 

Por momentos, la noción de la comunidad que trabajás aparece casi sin fisuras. Hablás, sin embargo, de la realización de lo comunal como formas no liberales de la política y la organización social y das cuenta de una de las discusiones que creemos más interesantes y productivas de América latina en este momento. ¿Cómo hacer para no proyectar una imagen idealizada? Justamente nos interesa pensar esos “modos amplificados de cooperación no estatista” en sus mixturas, contradicciones, problemas y no como espacios límpidos.

 

Soy consciente de este problema y de no haberlo tratado adecuadamente en el libro. Parte del problema se debe a haber utilizado ejemplos “gruesos” de las ontologías relacionales comunalitarias, sin mayor detalle, aunque va más allá de esto (creo que también apunta a ciertos problemas en la teoría social actual y sin duda a apegos y trabas personales). Así que acojo esta pregunta para clarificar algunas cosas. Invocaré varios conceptos-métodos no esencialistas que nos permiten investigar los nuevos regímenes culturales de persona y comunidad que emergen en los territorios del Sur Global de manera particularmente rica, incluyendo los siguientes: el afropolitismo (Achile Mbembe); sociedades abigarradas, economías barrocas y pragmatismo vital (Silvia Rivera Cusicanqui y Verónica Gago); múltiples mundos en conexión parcial (Marisol de la Cadena); y “captura colonial-moderna del mundo-aldea”, de Rita Segato. Estos dos últimos los reseño muy brevemente en la Conclusión e Introducción del libro, respectivamente, pero quisiera volver por un momento sobre ellos en el contexto de la pregunta.

Achile Mbembe, el teórico camerunés de la poscolonia africana, ha acuñado un término que me parece apto para empezar a discutir la pregunta, el “afropolitismo”, el cual caracteriza de la siguiente manera: “la conciencia de la imbricación del aquí y el allá, la presencia del allá en el aquí y viceversa, la relativización de las raíces y de las formas primordiales de pertenencia, así como cierta forma de acoger, con plena conciencia de su proveniencia, lo extranjero, lo extraño y lo distante, esa capacidad para reconocerse a uno mismo en la cara de otro y de valorar las trazas de lo distante en lo próximo, para domesticar lo no-familiar, para lidiar con todo tipo de contradicciones, en resumen, esa sensibilidad cultural, histórica y estética, esto es lo que sugiere el término ‘Afropolitismo’”.[14]

¿Cómo no aceptar que esta apertura es hoy en día, y desde hace mucho tiempo, parte integral de la gran mayoría de los grupos sociales del mundo? Uno de los conceptos más dicientes a este respecto en nuestro continente es el de comunidades y modernidades “abigarradas”, cuyo desarrollo por Silvia Rivera Cusicanqui discuto de forma muy parcial en el libro. Quisiera aquí mencionar otra fuente que me parece de suma importancia con relación a la pregunta que nos atañe, y es el libro reciente de Verónica, La razón neoliberal (Gago 2014). Desafortunadamente, cuando este libro llegó a mis manos Autonomía y diseño ya estaba en imprenta, pues me hubiera servido mucho para trabajar estos temas. El libro conversa y se complementa con la obra de Silvia, particularmente su noción de las lógicas abigarradas, que Verónica encuentra en las “economías barrocas” de las grandes ferias informales populares, tales como La Salada, en la periferia de Buenos Aires. Estas “neo-comunidades transnacionales” que Verónica describe en su inspirador libro, las encontramos a lo largo y ancho del continente, y las ferias –con frecuencia creadas por migrantes indígenas, campesinos y de otros sectores populares– son quizás los espacios por excelencia de su despliegue. Sus “microeconomías proletarias” dejan entrever un tipo de cálculo racional que sin embargo no es el mismo cálculo liberal, ya que entreteje los deseos personales y familiares con las prácticas comunitarias, creando una nueva especie de personas transindividuales, siempre construidas en relación. Las ferias son simultáneamente actividad precaria e innovadora, y de ellas podría decirse que están al mismo tiempo dentro y fuera del capitalismo. Con su pluralización de lógicas barrocas económicas y sociales, las ferias nos presentan otra cara (y una cara “otra”) de la flexibilización posfordista.

Las racionalidades populares que habitan las ferias propician ensamblajes heterogéneos que a su vez constituyen una heterotopía labrada a partir de transacciones abigarradas donde ciertos valores de la modernidad, tales como la inclusión, se desmoronan y reinventan, a medida que la gente intenta crear sus propias formas de bienestar. Entender la complejidad operativa de estos entramados requiere atención a las contradicciones y tensiones cotidianas, donde las reglas se alteran incesantemente en una especie de acumulación fractal que recorre el planeta, pues con su pragmatismo vital estos ensamblajes forman redes globales de informalidad. En ellas, la cohesión la marcan las fiestas y rituales, enactuando un anacronismo absolutamente contemporáneo que desafía todo modelo de mestizaje e hibridez, toda resistencia anti-moderna a ultranza, y que sin lugar a duda no tiene nada que ver con el discurso arcaizante de lo originario.[15] “La feria”, para resumir, “es un espacio espeso, de múltiples capas, sentidos, transacciones. Un espacio abigarrado que simultáneamente abriga tradiciones y es herético respecto de muchas de ellas, que se dispone como ámbito celebratorio y de disputas, como momento de encuentro, consumo y diversión. (…) [L]o abigarrado aquí no es, sin embargo, un rasgo cultural o una diferencia colorida, sino el sustento de la desmesura de estas economías” (p. 80, 81); refleja, por así decirlo, “la eterna ironía de la comunidad” (103).

Pasemos al tercer concepto-método para la investigación de lo comunal, su potencial y transformaciones. Queda muy claro, en el trabajo de Marisol de la Cadena, que no hay ninguna separación tajante entre el ayllu y los mundos dominantes. Los runakuna participan en las formas occidentales de economía, de temporalidad, de institución de lo social. Pero esto no es solamente lo que define a estas comunidades. Aquí entran a jugar un papel importante tres conceptos novedosos para entender la inter-relación e inter-afectación de los mundos ayllu y modernos: conexiones parciales, “pero no solamente” y divergencia entre mundos. El concepto de conexiones parciales (derivado principalmente de la antropóloga inglesa Marilyn Strathern) “hace posible el análisis de cómo ellos [los diversos mundos] aparecen los unos dentro de los otros y al mismo tiempo continúan siendo distintos” (2015: 33). Nos permite conceptualizar los mundos (por ejemplo, indígenas y no-indígenas) con todas sus relaciones íntegramente implicadas, sin dividirlos en partes separadas y antagónicas.

Algo parecido sugiere Mariano Turpo a la antropóloga con la expresión “pero no solamente” en varias de sus conversaciones –por ejemplo, que su lucha era por la tierra, o enactuaba prácticas que el estado reconocía, o que Ausangate es una montaña o un ser sagrado, a todos los cuales Mariano le agregaría, “pero no solamente”–. Este “no solamente” nombra el “exceso” donde reverbera todo aquello que el estado, la modernidad y los expertos no pueden reconocer porque surge de una formación onto-epistémica radicalmente diferente, aunque siempre en conexión parcial con los mundos modernos. Este exceso constituye el fundamento de la diferencia radical, aquella que no puede ser acomodada dentro de las nociones modernas de la ciencia, la política, o lo real. Excediendo toda traducción, “estas prácticas [en-ayllu] continúan construyendo mundos locales, usualmente en interacción y co-habitación mutua con prácticas representacionales” (p. 99).[16] Una consecuencia fundamental son los “desacuerdos ontológicos”, los cuales “surgen de prácticas que hacen que los mundos diverjan aun en el mismo movimiento por el cual continúan conectándose los unos a los otros” (279). Estas prácticas de “divergencia” (concepto que presta de Isabelle Stengers) nos permiten pensar en las múltiples formas en que muchos mundos subalternos rehúsan convertirse a los términos modernos (ej., la separación entre humanos y no-humanos) aunque al mismo tiempo participen en ellos. La divergencia, por último, nos ofrece un criterio para una política (y diseño) decolonial.

Es aquí donde encuentro de gran valor los aportes de Rita Segato, cuyos libros cayeron en mis manos después de haber concluido Autonomía y diseño.[17] Menciono brevemente en la Introducción la distinción que hace Rita entre “mundo-aldea” (comunal) y “mundo-estado”. Lo interesante en su concepción de lo comunal es que llega allí al resituar la explotación de la mujer (el patriarcado) “del borde al centro”. Su investigación del tránsito de las sociedades comunalizadas a la colonialidad-modernidad la lleva a concluir que la “minorización” de la mujer involucrada por dicho tránsito es la dinámica central de la des-comunalización y des-domesticación de la vida social, además del eje principal de múltiples violencias. Esta conceptualización nos ayuda a mantener abierta la viabilidad histórica de aquellas sociedades “regidas por patrones comunitarios y colectivistas de convivencia o en las cuales todavía puede ser encontrado el tejido comunitario, si no ileso, por lo menos reconocible y vital” (2016: 93). Más resistentes a la captura por el diagrama patriarcal, las mujeres –que en el mundo-aldea estaban co-constituidas con el hombre en una dualidad recíproca y fluida, así fuera subordinada– están hoy en día en la avanzada de esta lucha teórico-política, como lo demuestran las comunidades autónomas zapatistas entre otras, donde es la re/construcción diaria del tejido comunalitario por las mujeres la que crea las bases reales de la autonomía. En el mundo-aldea, los espacios femeninos, aunque pudieran estar “subordinados en prestigio” a los masculinos, eran “ontológicamente plenos”, es decir, no estaban “englobados” por los espacios masculinos ni reducidos a su lógica (94, 95). A medida que la colonialidad-modernidad gana terreno, estarán cada vez más definidas por las prácticas patriarcales, “pero no solamente”. “Es por esto”, concluye, “que deberíamos poder reclamar la restitución de la plenitud ontológica de los espacios de la vida femenina y la capacidad del derecho de las mujeres de hablar al interés general desde su parcialidad” (95). Hay aquí un importante principio de diseño.

La lectura histórica animada por estos conceptos-método sugiere que la comunalidad es producto de la relación entre mundos parcialmente conectados, que son al mismo tiempo relaciones de poder. Por eso en el libro preferí hablar de “lo comunal” más que de lo “comunitario” y el neologismo “comunalitario” me parece aún más apto para desplegar la fenomenología de las experiencias no-dualistas o parcialmente no-dualistas en toda su amplitud. Como bien lo dice el intelectual Oaxaqueño Arturo Guerrero en un texto reciente, “La comunalidad es el predicado verbal del Nosotros. Nombra su acción y no su ontología. Verbos encarnados: comer, hablar, aprender… realizados colectivamente sobre un suelo. Sólo existe en su ejercicio. (…) La comunalidad sólo puede ser entendida en su relación con el exterior no comunal, es decir, con la sociedad económica. Esta es la espiral afuera: inicia con una imposición externa, la cual desata, o no, una resistencia interna, y deriva en una adecuación. Este resultado es lo propio y el Nosotros.” De esta visión derivan sugerentes conceptos para el diseño y la acción política, tales como los de “compartencia”, “comunalicracia” y “hospedaje mutuo” entre mundos.[18]

Frente a los diseños que separan mundos –literalmente a través de muros, como en Gaza, Ceuta y Melilla, la Jungla de Calais, y por supuesto la frontera entre México y Estados Unidos, y, de maneras más o menos explícitas a través de todo diseño concebido dentro de las ontologías de la separación– surgen otros principios para el diseño relacional y autónomo. Ya sea que se trate de “runakunas” que co-existen y co-emergen con seres-tierra; de neo-comunidades transnacionales rurales o urbanas o de aquellas que pueblan, así sea transitoriamente, sus múltiples interfaces; de economías y comunidades abigarras; o de colectivos intensamente comunalitarios o en proceso activo de re-comunalización y quizás de re-domesticación de la vida –en todas estas instancias, queda claro que estos diseños siempre involucrarán más de un mundo, es decir, que tendrán lugar en entramados de divergencia y convergencia–. De allí la importancia de mantener perspectivas intra e inter-ontológicas en toda práctica de diseño.

Dejemos que sea Rita Segato quien elocuentemente nos resuma y amplíe algunos de los argumentos sobre lo comunal:

Hay que rehacer las formas de vivir, reconstruir comunidad y vínculos fuertes, próximos, al estilo y con las “tecnologías de sociabilidad” que comandan las mujeres en sus dominios, localmente arraigados y consolidados por la densidad simbólica de un cosmos alternativo, disfuncional al capital, propio de los pueblos en su camino político, estratégico e inteligente, que les permitió sobrevivir a lo largo de quinientos años de conquista continua. Hay que hacer la política del día a día, por fuera del Estado: retejer el tejido comunitario, derrumbar los muros que encapsulan los espacios domésticos y restaurar la politicidad de lo doméstico propia de lo comunal. (…) Elegir el camino relacional es optar por el proyecto histórico de ser comunidad. (…) es dotar de una retórica de valor, un vocabulario de defensa al camino relacional, a las formas de felicidad comunales, que pueda contraponerse a la poderosa retórica del proyecto de las cosas, meritocrático, productivista, desarrollista y concentrador. La estrategia a partir de ahora es femenina (2016: 106; mis cursivas).

La reorientación del diseño que te proponés, ¿envuelve un balance de la noción de diferencia? ¿En esta perspectiva debe entenderse la idea de un diseño ontológico?

 

La diferencia, o quizás más acertadamente la diferenciación, es el principio de la vida. A veces digo que la problemática de la diferencia (más allá de la “diversidad”) es la que siempre ha animado mi trabajo, desde los movimientos sociales por la diferencia y la preocupación por la biodiversidad biológica hasta, más recientemente, la ontología como un lenguaje de la diferencia más radical que el de “cultura”. De lo biológico y lo social a lo ontológico, la diferencia nos remite a las formas del ser pero fundamentalmente al devenir. Hoy en día, como he enfatizado en las respuestas anteriores, la problemática de la diferencia tiene dos de sus discursos de articulación más fuertes en la comunalidad y la autonomía.

Hay siempre una tensión entre ser/estar y devenir. En las últimas décadas, muchos movimientos sociales han intentado desplazarse inteligentemente a lo largo de esta tensión, navegando del mejor modo posible la dialéctica de la igualdad y la diferencia. Es el caso del PCN (Proceso de Comunidades Negras) que analizara en Territorios de diferencia (Capítulo 5); fecundado desde sus inicios por una verdadera pasión por la diferencia, poco a poco ha ido articulando la lucha por la diferencia con la preocupación por los derechos y la igualdad, especialmente en su lucha contra el racismo. Esta rearticulación no significa que su nueva meta sea la “inclusión”; su voluntad sigue siendo decididamente “minoritaria”, es decir, resistente a su recodificación por la axiomática capital-estado-ciudadanía, aun en medio de múltiples tropiezos.

Pero me parece que la cuestión de la diferencia nos transporta, si así lo deseamos, a pensar la relación entre lo real y lo posible de otra forma, hacia nociones más abiertas de lo posible. Lo resumo con la siguiente frase: Otro posible es posible, y lo explico. Por un lado, podemos hablar de la liberación del campo de lo virtual de su encerramiento por visiones estrechas de lo posible. Uno de los argumentos más fuertes del neo-realismo y de la apertura al lenguaje de múltiples mundos o pluriverso, me parece, ha sido precisamente redefinir la política de lo real. La política de lo real redefine la política de lo posible, y viceversa. Al adoptar una perspectiva de diferencia radical, anclada a su vez en una visión de relacionalidad fuerte, nos vemos obligados a multiplicar los reales y, por tanto, a redibujar el mapa de lo posible. De forma más desprevenida, diría que los posicionamientos que las y los lectores encontrarán en este libro oscilan entre pragmatismo y utopismo. Otros posibles son posibles.

Situarse en el “locus fracturado” del cual nos habla María Lugones, por otro lado, nos hace increíblemente conscientes de los “otros reales” donde habitan los subalternos. El hecho de que con frecuencia (no siempre) estos otros reales estén marcados por una relacionalidad fuerte, con todas sus contradicciones, nos conmina a abandonar “el real” único de la modernidad capitalista patriarcal. Otros reales están siendo enactuados siempre, de forma más visible en el fragor de las luchas ontológicas, como las que encontramos en tantos casos de conflictos territoriales y ambientales. Atreverse a pensar en esos otros posibles, con la certeza de que serán descalificados por muchos como localistas, insuficientes, no realistas o románticos, es en sí mismo un acto político importante, cuando lo que impera (desde la derecha y las izquierdas convencionales) es un tipo de “realismo crónico” que atrapa a sus sujetos en la re-enacción de lo conocido a partir de una noción bastante empobrecida de lo real.

Las y los activistas e intelectuales indígenas, de quienes aún tenemos tanto que aprender, con frecuencia nos ilustran esta praxis de la diferencia, la cual es tanto afirmación como apertura, divergencia y convergencia. Más que cosmovisión per se, enfatizan la cosmoexistencia, la cosmoviviencia, la cosmoacción, el cosmoser, el sentipensar y el co-razonar, es decir, prácticas de conocimiento y re-existencia “otras” que enactúan una comunalidad sin banderas.[19]

 

Ha sido muy importante tu crítica temprana a la ideología del “desarrollo” para el tercer mundo y en particular la fábula de poblaciones fracasadas que necesariamente implicaba. ¿Cómo explicar tu recorrido de la “crítica al desarrollo” a la noción de “diseño para la autonomía”? ¿Es también un debate con los impulsos neo-desarrollistas del presente?

 

No traté de actualizar en el libro los debates sobre el desarrollo y el posdesarrollo, con excepción de la discusión sobre el Buen Vivir y las alternativas al desarrollo en el Capítulo 5, en buena medida porque es un tema que he tratado extensamente en escritos anteriores. Quisiera resaltar la enriquecedora renovación de estos debates en América latina por intelectuales como Eduardo Gudynas, Maristella Svampa, Gustavo Esteva, Alberto Acosta y Edgardo Lander y por los colegas congregados alrededor del Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas del Desarrollo, patrocinado por la Fundación Rosa Luxemburgo de Quito. Hay aquí una gran riqueza de pensamiento crítico y propositivo que no encuentra parangón en ninguna otra región del mundo, aunque continúa habiendo cierto debate sobre el posdesarrollo en la academia anglo-americana.

En una conversación reciente con Gustavo Esteva, resaltábamos la importancia de renovar la pregunta de qué significa “estar más allá del desarrollo”.[20] Allí, planteaba la existencia de tres modelos de cooperación; frente a la primera, la “asistencia para el desarrollo” (tipo Banco Mundial y ONG convencionales), decía que hay que ser firmes en seguir cerrándole las puertas en toda comunidad. La parodia de preocupación social llamada “los objetivos del desarrollo sustentable” promovida por estas instituciones es solo el barniz de un despojo cada vez más profundo y descarado; refuerza procesos colonialistas. (Las visiones neo-desarrollistas en el continente caen en esta categoría). En segundo lugar, hay un cierto tipo de “cooperación como, o para, la justicia social” (tipo Oxfam), cuya intención es promover la justicia social, la sostenibilidad ambiental y los derechos humanos a través de proyectos con grupos de base. En este caso yo diría: mantengamos la puerta abierta para ellos, mientras presionamos para que se movilicen hacia la tercera opción. Esta última opción podría denominarse “cooperación para las transiciones civilizatorias,” o “cooperación para la autonomía”, aunque tal vez ni siquiera deberíamos llamarla cooperación; las organizaciones interesadas en esta opción serían, a mi parecer, los aliados naturales del posdesarrollo. Esta forma superaría el binario “nosotros” (los que tenemos) y “ellos” (los que necesitan) y abarcaría a todos los lados en el mismo, aunque diverso, movimiento de transiciones civilizatorias desde una perspectiva de inter-autonomías, es decir, de coaliciones y redes de colectivos y comunidades autónomas, tanto del Norte global como del Sur global. No hay modelos disponibles para este tercer tipo de cooperación solidaria, aunque aquí y allá hay grupos que se acercan (como algunos que conozco en Cataluña).

Regresemos al “ser en-ayllu” una vez más para darle un giro a este debate. Está claro que muchas de las luchas populares, como las lideradas por Mariano y Nazario Turpo, están movidas por “un profundo deseo de reemplazar la biopolítica del abandono” por parte del estado con otra que, en vez de dejar que los runakuna simplemente mueran, reconozca que sus vidas importan; al fin y al cabo lo que está en juego en la relación con el estado es la supervivencia (de la Cadena 2015: 158). Hay dos cosas más que podemos decir a este respecto: primero, la paradoja que yace en el hecho de que los términos que el estado ofrece para remediar este abandono (desarrollo y modernización), desconocen por completo la relacionalidad radical del mundo-ayllu. Entramarse con el estado en estos términos, que también son términos runakuna, es una tarea necesariamente insuficiente para lograr este reconocimiento. Segundo, que mientras que el estado y el aparato del desarrollo son absolutamente incapaces de entender los mundos comunalitarios, estos con frecuencia tienen un entendimiento sofisticado de cómo estos aparatos de poder funcionan, por un lado, y una conciencia desarrollada de que sus mundos no son el mundo-estado. Hago estas últimas anotaciones porque con frecuencia encuentro en ciertos intelectuales una crítica descontextualizada de toda relación entre movimientos sociales u organizaciones de base y el estado como inevitablemente comprometida o una cooptación contraproducente, lo cual también puede serlo, pero no solamente. Habría mucho más que decir sobre esto pero por lo pronto lo dejo allí.

Como lo anota Marisol, la relación entre runakuna y el estado “incluye el deber del estado de modernizar el campo y por tanto de deshacer aquello que no puede reconocer, saltándose el paso de reconocer su existencia” (249). Los runakuna, en otras palabras solo pueden existir como objetos de un mejoramiento futuro. En resumidas cuentas la misión del estado es “dejar que los runakuna mueran, para así hacerlos vivir como ciudadanos modernos” (p. 249). Que en el encuentro con el estado, por ejemplo, los campesinos se auto-describan como “sonsos” o como “viviendo en la ignorancia” no debe tomarse literalmente; como lo analizara lúcidamente la antropóloga boliviana Carmen Medeiros en su tesis doctoral hace más de una década, estas declaraciones revelan la colonialidad del conocimiento y del poder, siglos de férreas jerarquías y de promesas de inclusión y desarrollo no cumplidas.[21] En su relación compleja con el desarrollo y con las entidades que lo agencian –estado, ONG, corporaciones– muchos grupos comunalizados, de este modo, aceptan y rechazan el imperativo biopolítico de “desarrollarse”. La hipótesis que alumbro en el libro es si el diseño puede operar como una tecnología política para el posdesarrollo y el Buen Vivir, dada toda esta complejidad.

El diseño tal como lo proponés toma la tecnología en un sentido opuesto a su unilateralidad capitalista (“economía política del diseño”) y la vinculás con lo que surge de las luchas territoriales de América latina en respuesta a lo que llamás “crisis civilizatoria”, una crisis que da cuenta, sobre todo, de que estamos inmersos en prácticas que implican un vínculo no virtuoso con la naturaleza; pero esta inmersión pone en juego algún tipo de deseo (no es mera imposición externa y unilateral de lógicas del capital). ¿Qué herramientas, armas o fuerzas en concreto da el diseño tanto contra los nuevos ataques y despojos a lo colectivo que denunciás, como contra este costado “activo” (a nivel deseante, a nivel subjetivo, a nivel de “funcionamiento”) de las dinámicas de consumo que funcionan acopladas al extractivismo?

 

Con esta pregunta continuamos algunas de las temáticas de la anterior. No se ha escrito mucho sobre el deseo en el campo del desarrollo. La investigación del antropólogo colombo-holandés Pieter de Vries durante la década pasada, de inspiración deleuziana, fue importante con respecto a esto. Más recientemente, el politólogo hindú-canadiense Ilan Kapoor ha abordado este tema desde una perspectiva lacaniana, como una crítica a las perspectivas posdesarrollistas precisamente por obviar la importante cuestión del deseo por el desarrollo. El problema, como bien sugiere la pregunta, es mucho más amplio, pues involucra toda la estructura del sujeto deseante de la modernidad capitalista patriarcal. Con la expansión del consumo en las últimas décadas en el Sur Global, y la “mallificación” de América latina (América latina es la región del mundo donde más rápidamente se han estado expandiendo los centros comerciales o “malles” tipo USA, como lo ha mostrado la antropóloga puertorriqueña Arlene Dávila en un reciente libro), la pregunta es cada vez más apremiante.[22]

Para críticos como Gustavo Esteva, el “desarrollo” indudablemente ha llegado a definir la norma universal de la buena vida para muchos, independientemente de la medida en que experimenten sus consecuencias negativas día a día. Es un ejemplo de la persistencia de ciertas ideas que, aunque se desmientan constantemente, siguen tan campantes. Por eso podemos llamarlas “creencias”. Sospecho, sin embargo, que con frecuencia lo que aparece como “deseo por el desarrollo” es tan solo parcialmente esto, porque también es el deseo de poder vivir con dignidad, de sentir un respiro de la opresión constante por sistemas terriblemente injustos, de tener un sustento confiable y, en el mejor de los casos, de que persevere un mundo marginado. En una sesión reciente donde se discutía la ponencia de Ilan Kapoor sobre este deseo, alguien de la audiencia preguntó: “¿Es el deseo por una lavadora de ropa, deseo por el desarrollo?”. Me parece que con esta pregunta del deseo por el desarrollo caemos demasiado rápidamente en la posición conocida de que todo contacto con la mercancía convierte a la persona inevitablemente en capitalista. Aunque hay que tomar este deseo en serio, hay que ir más allá, pues hay mucho más en juego.

Esta es una primera precaución con respecto a la pregunta sobre el deseo por el desarrollo. Una segunda aproximación nos la proporcionan las geógrafas feministas Julie Graham y Catherine Gibson (Gibson-Graham 2006, 2013). Una de sus preguntas claves apunta a la reconstitución de la subjetividad. ¿Cómo podemos cultivarnos, preguntan, como sujetos que deseen algo más que el capitalismo, que deseen otra economía, quizás aún una economía no-capitalista? Los procesos de re-subjetivación de que hablan nos atañen como teóricas/os, pues igualmente preguntan: ¿Cómo podemos cultivarnos como “teóricos de lo posible”, más que simplemente de la crítica? ¿Podremos llegar a leer el texto social tanto por instancias de dominación (la tendencia prevalente en las teorías criticas) como por instancias de diferencia y, por tanto, de posibilidad? Lo que estas teóricas sugieren es que hay un vínculo entre práctica política, ética de vida y postura teórica que no siempre tenemos presente. Tomar en serio este vínculo, no está por demás decirlo, requiere que abandonemos nuestras pretensiones “duras” de realidad –es decir, que dejemos de ser los “realistas crónicos” de que hablara con anterioridad–.

¿Puede el diseño ayudar a construir sujetos de otro modo? Entre el sujeto del diseño y el diseño del sujeto (soy consciente de que esto debe “chirriar” en muchos oídos) se abre todo un espacio de práctica, de praxis transformadora, con un amplísimo rango de acción: desde los diseños más modestos y mundanos que pudieran cultivar otras subjetividades, hasta las transiciones civilizatorias. Con Braudel aprendimos que las transformaciones culturales son las más lentas y las menos perceptibles de la historia. Los pueblos indígenas y afrodescendientes han mantenido viva esta conciencia, y es indudablemente lo que mueve a algunas feministas como Rita Segato, Claudia von Werlhof, Betty Ruth Lozano, y Silvia Rivera Cusicanqui a volver una vez más sobre la cuestión del patriarcado desde una mirada histórica profunda. Se trata de tejer de otro modo como bien nos lo dicen Yuderkis Espinosa, Diana Marcela Gómez, Karina Ochoa y sus colegas en su importante compendio (2013) –verdadera cartografía de los feminismos autónomos y decoloniales actuales en el continente–. El mismo vocablo de Abya Yala que engalana y demarca el subtítulo del libro es un reflejo de que estamos hablando de transformaciones que van desde la subjetividad y el deseo individual y colectivo hasta las transiciones civilizatorias. No hay que escoger entre unas y otras, hay que hacer todo al tiempo.

 

Más allá de la referencia a algunos movimientos urbanos, los escenarios por los que discurre el libro y que te sirven para pensar la relación entre diseño y autonomía son escenarios rurales, o semi-rurales. ¿Cómo poner en juego tus hipótesis en ciudades latinoamericanas abigarradas? ¿Cómo pensar las formas de vida que quedan en zonas grises (entre la ciudad y lo rural, entre lo comunitario y la privatización de la vida, etc.), formas de vida que no descansan en redes comunales, en experimentaciones comunitarias o contactos con prácticas alternativas?

 

La cuestión de lo urbano y su lugar en la reorientación ontológica del diseño es uno de los talones de Aquiles más notorios de esta obra, y no podré agregar mucho más en esta breve respuesta. Concuerdo, hasta cierto punto, con que hay una “ruralización” y “etnización” de los estudios sobre resistencia y movilización social, como bien lo ha analizado el teórico colombiano de los estudios culturales Eduardo Restrepo. Mea culpa. Como es cada vez más aceptado, la separación entre lo urbano y lo rural es espuria. El reciente libro del urbanista y diseñador Felipe Correa demuestra con creces la relación indisoluble que ha existido entre las economías de extracción de recursos y las ciudades –desde la época colonial hasta el febril imaginario híper-modernista de la “integración física de América del Sur”, IIRSA– donde diversas zonas de frontera, muchas de las cuales han dado lugar a grandes desarrollos urbanos, han jugado un papel preponderante.[23] Pero aun así, y estando conscientes del gran desafío que representan las ciudades, hoy en día se habla de “nuevas ruralidades” (uno de cuyos rasgos es ver lo rural en su relación con la ciudad), pero rara vez de “nuevos urbanismos”, con excepción de algunas tendencias en los estudios urbanos, interesantes pero aun en su mayoría de corte modernista-ecologista. Necesitamos nuevas teorías críticas de lo urbano que construyan pero que vayan más allá de los estudios de la relación entre espacio, lugar y poder producidos por la geografía marxista de los años noventa. Intento, en el primer capítulo, una tímida aproximación a esta cuestión en términos de las nuevas formas de habitar que serán necesarias para enfrentar las difíciles situaciones creadas por el cambio climático y las migraciones masivas, pero es claramente insuficiente.

Pienso que los imaginarios urbanos oscilan entre dos extremos: por un lado, a la ciudad se la imagina como la gran caja de pandora de donde sale todo el mal, especialmente desde la perspectiva ambiental –la ciudad como máquina de producción-consumo desmesurado y fuera de control, especie de agujero negro que todo lo engulle, la gran causa del calentamiento global–. Por el otro, la ciudad como la única fuente de innovación, cultura y creatividad. No nos sirven estos extremos, o al menos hay que buscar sinergias entre la ciudad como máquina de insostenibilidad que debemos transformar y la ciudad como sitio de innovación que nos debemos reapropiar: ¿innovación para qué? El enfoque metodológico desarrollado por Verónica en La razón neoliberal proporciona guías para pensar los tipos de diseño que tendrían sentido en los tan importantes espacios urbanos periféricos; por ejemplo, ¿cómo pensar lo común que emerge en estos espacios, especialmente aquello que en vez de fragmentar, recomunaliza la vida? ¿Cómo direccionar economías auto-organizadas que, aunque participen en procesos transnacionales de des-localización, también re-localicen lo económico a través de modos de circulación del excedente re-comunalizantes? Y, de modo algo más existencial quizás, ¿qué significará reconstruir territorios urbanos como espacios vivos para “habitar”, más que como superficies inertes para “ocupar”? Se me ocurren tres requisitos para abordar estos interrogantes: 1) reconocernos como individuos desterritorializados y descomunalizados, en la justa medida que lo seamos; 2) cultivar colectivamente el pensamiento relacional y comunalitario vinculado a la función de habitar; y 3) reconstruir espacios lugarizando la construcción a través de todo tipo de prácticas, desde las formas vernáculas de construcción hasta las ciberculturas de las redes, pero siempre teniendo como criterio importante la autonomía y la relacionalidad.

Pienso en Cali, mi cuidad. Podría decir mucho sobre ella pero me limitaré a narrar brevemente un evento reciente (la menciono de paso en el Capítulo 6, donde imagino un ejercicio de diseño de transición para la gran región del valle del río Cauca, cuyo epicentro es Cali, ciudad de más de 2,5 millones de personas). Hay en Cali un gran “distrito” llamado Aguablanca; surgió como “ocupación” hacia 1980 y hoy tiene cerca de 700.000 habitantes, muchos de ellos afrocolombianos desplazados del Pacífico y del Norte del Cauca por todas las violencias, incluyendo la expansión agroindustrial de las últimas siete décadas. Pues bien, hace una década comenzó a realizarse allí el Festival de Cine y Video Comunitario de Aguablanca, FESDA, organizado por varios colectivos de jóvenes interesados en los medios visuales. Con raíces en el potente movimiento de comunicación popular que se iniciara en los años ochenta, uno de los objetivos principales del Festival es promover la creación audiovisual comunitaria como medio para incentivar la participación política de los jóvenes en un sector de la ciudad duramente marcado por el racismo y la pobreza. En la convocatoria para una de las ediciones recientes leemos lo siguiente:

Nuestro tema de este año [2014] será “El barrio” como expresión de lo comunitario, lo urbano, lo popular y la comunidad cultural, la calle, los amigos, la olla, el perro, el gato, los vecinos, nuestros recuerdos individuales y grupales, la abuela, las fotos, la tienda, el parque, la intervención política, las delimitaciones, el grafitti, todo lo que es propio y lo que no, lo que sucede al interior de las grandes y pequeñas ciudades en esas comunidades organizadas a las que llamamos barrios.[24]

El barrio, en resumidas cuentas, como espacio donde incesablemente se teje y remienda la urdimbre de la vida, el barrio como espacio de reflexión encarnada, de diseño relacional, de re-comunalización activa; el barrio como territorio para la paz y la convivencia, como enfatizaron varias de las artistas que hablaron en una sesión a la cual asistí dentro del VIII FESDA en octubre del 2016; el barrio como espacio para volver a pensar en comunidad, donde podría construirse una gran minga del pensamiento y de la acción (“Cómo contagiar a la sociedad para que se piense en minga”, decía Yesid Bubo, joven cineasta nasa, en la misma sesión, sugiriendo que la ciudad también puede ser un espacio vital para “declararse en minga permanente” con los otros humanos y la naturaleza); el barrio, finalmente, como espacio para la auto-representación a través de los medios como parte esencial de la autonomía, como lo sugiriera ese mismo día la antropóloga Xochitl Leyva con base en su experiencia con un colectivo de videastas y artistas de Chiapas.

Pienso que en este tipo de actividad hay semillas de pensamiento de diseño que desafían los esquemas de planificación urbana en boga, tan centrados en lo económico y lo tecnológico. ¿Podría ser que las ciudades del Sur Global, con frecuencia objeto de las representaciones más desesperanzadoras, estén emergiendo como espacios de rediseño ontológico, en toda su multiplicidad y pluriversalidad glocalizada? (“La potencia del plural es un ejercicio natural”, decía perspicazmente uno de los slogans del octavo Festival que acabo de mencionar). Hay aquí un vasto laboratorio para explorar muchas de las nociones del diseño ontológico, para la tarea urgente de transformar las formas de diseño coloniales y poscoloniales con toda su modernizante ontología, a través de las cuales se han ido desarrollando nuestras ciudades, para construir espacios que auspicien la inter-relación entre formaciones onto-epistémicas diferentes a través del diseño de espacios públicos y privados, donde las formas vernáculas se renueven en el encuentro con las posibilidades tecnológicas de las nuevas arquitecturas atentas al cambio climático, donde se creen nuevas maneras de habitar que propicien formas más localizadas de economía y comunalidad, donde se de contenido específico y concreto al imaginario del Buen Vivir-en-la-ciudad.

 

Finalmente, y más allá de la consistencia conceptual y política de tu planteo, nos gustaría que desarrolles la cuestión de cómo lidiar con el peligro de que los discursos y las elaboraciones alternativas (cosmovisiones, preguntas, discursos e imágenes no-occidentales, etc.) queden a merced de fuerzas banalizadoras o estetizantes (lo alternativo como consumo o como culto vacío). Sobre todo porque, sabemos, se trata de un peligro, o de fuerzas, que no son solo exteriores.

 

Hay dos grandes peligros para todo proceso que intente des-centrar una hegemonía: deslizarse de nuevo hacia esta –rendirse frente a su intensificación y nuevas artimañas, perder el aliento, desorientarse frente a las divisiones internas y la cooptación por parte del sistema dominante, etc–. Algo de esto discuto en alguna parte del libro. El segundo peligro es la banalización de los esfuerzos, que puede operar a través de la estetización y en última instancia el aplanamiento de las alternativas, es decir, su domesticación ontológica y la reducción de su potencia al plano de lo conocido.

No hay ejemplo más claro hoy en día de ambas dinámicas como el Buen Vivir en Ecuador y Bolivia. En una reciente charla en Chapel Hill, los intelectuales indígenas ecuatorianos Alicia Rosa Alvarado y Armando Mayulema hablaban de cómo “el gobierno ocupó nuestro discurso”.[25] Tanto el Buen Vivir como la inter-culturalidad –dos de las tres piedras angulares de la novedad de los regímenes progresistas y de las demandas fundamentales de las organizaciones (el tercero son los derechos de la naturaleza)– según argumentaron, no existen más que en el papel. No son las organizaciones las que ejecutan estos imaginarios novedosos, sino el estado. El resultado ha sido derechos sin autonomía ni auto-determinación. Han perdido su carácter crítico, pasando a ser elementos importantes en el proyecto de homogenización desde arriba.

Para estos intelectuales, si bien hubo un pensamiento crítico que se desarrolló y teorizó en las comunidades, a estas les faltó “personal preparado” para defender e implementar sus visiones. Derivo algunas lecciones de este ejemplo (así como de aquellos Planes de Vida que recaen en el desarrollismo y la “proyectitis”, o en el “solucionismo” que denuncia Ezio Manzini como uno de los enemigos principales del diseño para la innovación social): los diseños tienen que ser resultado de procesos serios, claros, sostenidos y profundos, y los diseñadores deben actuar más como agitadores que como “gestores” culturales.

Segundo, para evitar la captura los diseños requieren de una cierta sistematización, y esta puede darse a partir de la sistematización de archivos culturales (saberes y prácticas de re-existencia onto-epistémicos), como lo sugiere el teórico de la interculturalidad y activista cultural de la Universidad del Cauca en Popayán Adolfo Albán Achinte. Esto no necesariamente es tan racional como suena (y añado que hay que liberar el lenguaje de la “sistematización” de su captura moderno-economicista), pues la agitación cultural bien puede también surtirse de una cierta “pedagogía de la corridez”, término inventado por una maestra de pueblo del valle del Rio Patía en el suroccidente colombiano en su intento por generar una praxis pedagógica profundamente colaborativa y enraizante. Esta sistematización se hace preguntas tales como: ¿Qué se ha hecho? ¿Qué se ha logrado? ¿Qué se ha vivido? ¿Hacia dónde se camina? ¿Qué ha significado el proceso? ¿Por qué hemos hecho lo que hemos hecho? Para Albán, este trabajo crítico es esencial para crear nuevos conocimientos y avanzar en el diseño de lo comunal.[26]

Para los grupos subalternos, vivir con el hecho de la dominación y perdurar en medio de ella conlleva necesariamente tanto resistencia como novedad e innovación. Persistir, perseverar requiere mantener los apegos, transformándolos desde adentro, pero también abrir nuevos caminos. Aunque está claro que estos caminos pueden desembocar en desarrollo y modernidad y que están expuestos a la banalización de toda propuesta, pueden devenir en algo más que contribuya a realzar el pluriverso. Paralelamente al diseño de herramientas, infraestructuras y prácticas efectivas que sirvan de soporte para la creación de sustentos y vidas dignas y el buen vivir, estas son preguntas que las/los diseñadores y agitadoras/es culturales deben abordar con los grupos con los cuales trabajan.

Quizás la pedagogía de la corridez es una tecnología del diseño y la disoñación. En esto las perspectivas críticas del diseño, como discuto en este libro, le llevan la delantera a la academia en su fase actual de aparente repliegue neoliberal híper-academicista e individualizante. Quizás porque el diseño está ineluctablemente orientado a la práctica y siempre implicado en la construcción de mundos, hoy en día pudiera estarse posicionando como un importante espacio de praxis teórico-política que podría ser apropiada por los pueblos en camino, o por aquellas y aquellos que decidan, como estos, caminar –y diseñar y disoñar– preguntando.

Mayo de 2017

 

[1]. Tirakuna es una palabra quechua difícil de traducir; es el plural de “tierra”, entonces equivaldría a “tierras”. He optado por traducirlo como “seres-tierra”, que es la traducción literal del término usado por Marisol en su libro en inglés. Estrictamente hablando, tirakuna solo existe en una ontología radicalmente relacional. Así, se dice que no hay separación entre la entidad y su nombre. Nombrarlas es enactuar todo un mundo otro. Podemos decir, siguiendo la teoría contemporánea, que son seres con agencia, pero es más que esto. Nombrarlas es ser-con-ellas.

[2]. Desde final de los años ochenta el grupo peruano PRACTEC (Proyecto Andino de Tecnologías Campesinas) ha mantenido un valioso esfuerzo por impulsar el concepto de “crianza mutua” como alternativa para el mundo andino frente a la avalancha desarrollista. Información sobre su trabajo y múltiples publicaciones en: <http://pratecnet.org/wpress/>.

[3]. Territorios de diferencia: lugar, movimiento, vida, redes, Popayán, Envión, 2010.

[4]. Raquel Gutiérrez Aguilar, Los ritmos del Pachakuti, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2008.

[5]. Hay muchísimos conceptos de la complejidad (especialmente biológica) que son bastante sugerentes para la teoría social; pocos de ellos han sido explorados desde esta perspectiva (ej., sensibilidad a las condiciones iniciales; path-dependence; power laws; self-organized criticality (criticalidad auto-organizada); cambio de fase o de estado; espacio de posibilidad; excitable media; co-evolución; simbiosis; feedback positivo; symmetry breaking; etc.) Me intrigó por un tiempo la noción de “estigmergia”, por ejemplo, que sugiere la existencia de mecanismos de cooperación espontánea entre agentes que propician acciones recursivas en las cuales la estructura emergente misma en proceso (por ejemplo, un hormiguero que empieza a conformarse) se convierte en una fuente importante de información para los agentes individuales. Para el caso de movimientos sociales o momentos de insurrección, esto sugeriría que ciertos tipos de coordinación descentralizada basada en actividad estigmérgica hace que los participantes responda a estímulos generados por las formas emergentes (no solamente en base a la coordinación directa entre los miembros del movimiento o entre los diversos movimientos u organizaciones). La idea de procesos sociales “en construcción” adquiere así otras facetas. Sobre el concepto de estigmergia en sistemas biológicos, véase Camazine, Scott, et al., Self-Organization in Biological Systems, Princeton University Press, 2001.

[6]. Raquel Gutiérrez Aguilar, ¡A desordenar!, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2016.

[7]. Los trabajos de Félix Patzi Paco, Raúl Zibechi y Pablo Mamani sobre los mismos procesos o procesos relacionados en Bolivia resuenan con el enfoque de Gutiérrez Aguilar, aunque más directamente surtiéndose de la teoría de sistemas, Maturana y Varela, o Deleuze y Guattari.

[8]. Sé que todo esto suena mucho a “ciencia”, o quizás a un conocimiento científico arcano o esotérico. Soy consciente de la presencia de los fantasmas de la socio-biología, el reduccionismo genético y las interpretaciones eugenésicas de la raza, todos estos problemas que comenzaron en la biología y se instalaron en lo social. Digamos, en el espíritu del constructivismo posestructuralista, que aprender de las ciencias de la complejidad involucra pensar en ensamblajes construidos desde un continuo de la experiencia y la materia donde no hay separación entre lo biológico y lo social. De ser así, las lecciones vendrían simplemente de un tipo de teoría y estudio (la complejidad) a otro (la teoría social) y no de un ámbito pre-constituido (“lo natural”) del cual las ciencias de la complejidad tendrían la nueva verdad (Escobar 2010: 322).

[9]. V. Almendra, “Una mirada al pensamiento crítico desde el hacer comunitario”. En: J. Regalado, coord., Pensamiento crítico, cosmovisiones y epistemologías otras, para enfrentar la guerra capitalista y construir autonomía, pp. 61-78, Universidad de Guadalajara, 2017, p. 61

[10]. M. Rozental, “¿Guerra? ¿Cuál guerra?”. En: J. Regalado, coord., Pensamiento crítico, cosmovisiones y epistemologías otras, para enfrentar la guerra capitalista y construir autonomía, pp. 93-124, Universidad de Guadalajara, 2017, p. 65.

[11]. Como pudieran haber dicho Teilhard de Chardin o Maturana y Varela.

[12]. Gilles Deleuze, Foucault, Barcelona, Paidós, p. 163.

[13]. Ver A. Escobar, “La forma-Tierra de la vida: el pensamiento nasa y los límites del episteme de la modernidad”, Coloquio Internacional “Saberes Múltiples y Ciencias Sociales y Políticas”, Universidad Nacional, Bogotá, oct 18-21, 2016.

[14]. De su obra, Sortir de la grande nuit: Essai sur L”Afrique decolonisée, Paris, Editions de La Découverte, citado en Ryan T. Skinner, Bamako Sounds: The Afropolitan Ethics of Malian Music, University of Minnesota Press, 2015, pp. 1-2.

[15]. En relación a este discurso hago una aclaración: el concepto de lo “ancestral” (importante para movimientos afrocolombianos entre otros, y que discuto en relación a la autonomía en el Capítulo 6), no pertenece a la misma formación de lo “originario”. Como lo dicen a veces los activistas, la esencia de lo ancestral es mirar hacia el futuro.

[16]. Aquí debo resaltar otra consecuencia: mientras que el estado (y la teoría social) se mueve en el dominio de la representación, las prácticas en-ayllu incluyen tanto prácticas representacionales como no-representacionales. La negación de estas últimas, o su reducción a términos estabilizados dentro de la modernidad en toda traducción, surge como una dimensión importante de la colonialidad.

[17]. Ver especialmente Rita Laura Segato, La guerra contra las mujeres, Madrid, Traficantes de sueños, 2016.

[18]. Arturo Guerreo, “Communality”, en: A. Kothari, F. Demaria, A. Acosta, A. Salleh y A. Escobar, editores. The Postdevelopment Dictionary: A Guide to the Plurivese. Londres: Zed Books, en preparación.

[19]. Algunos de estos puntos los discuten en una conversación reciente la poetisa y machi Mapuche Adriana Paredes Pinda y el intelectual indígena ecuatoriano Patricio Guerrero. Ver: <https://www.youtube.com/watch?v=tAv2qHLDCCE&t=135s>.

[20]. Gustavo Esteva y Arturo Escobar, “El posdesarrollo a los 25: sobre “estar estancado” y avanzar hacia Adelante, hacia los lados, hacia atrás y de otras maneras”, Revista Polisemia, Fundación UniMinuto, Bogotá (en imprenta).

[21]. Carmen Medeiros, The Right to Know “How to Understand”: Coloniality and Contesting Visions of Development and Citizenship in the Times of Neo-Liberal Civility, tesis doctoral, Departamento de Antropología, City University of New York, CUNY, 2004.

[22]. A. Dávila, El Mall: The Spatial and Class Politics of Shopping Malls in Latin America, University of California Press, 2016.

[23]. F. Correa, Beyond the City: Resource Extraction Urbanism in South America, University of Texas Press, 2016.

[24]. Ver <https://fesvideocomunitario.wordpress.com/5o-festival-2012/>. Los temas los dos últimos años han sido “Comunidad y Memoria, un solo rollo” (2015) y “El cine: Entre historias de resistencia y construcciones de Paz” (2016).

[25]. Seminario informal el día 23 de marzo del 2017.

[26]. Taller sobre la sistematización de archivos por organizaciones comunitarias o en el trabajo con estas, presentado por Adolfo Albán Achinte y organizado por Olga Eusse, directora del Área Cultural del Banco de la Republica, Cali, diciembre 2-3 del 2016. El término “corridez” en Colombia es sinónimo de “locura creativa”, y la pedagogía de la corridez es adoptada por Albán como criterio serio para el trabajo inter-cultural.

 

Tomado de: http://lobosuelto.com/?p=13196