La erosión de la creencia en el Estado
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Del Buen Vivir estadocéntrico a la autonomía de los pueblos
Innumerables son las discusiones que ha estimulado la emergencia del Buen Vivir como proyecto ontológico político. Motivados por la institucionalización del concepto en las constituciones de Ecuador (2008) y de Bolivia (2009), en muy poco tiempo surgieron debates renovados sobre las posibilidades reales que este significante emergente en el campo político latinoamericano podría traer para la descolonización, la despatriarcalización, el posdesarrollo y el posextractivismo. Poco a poco el Buen Vivir empezó a escucharse en más y más lugares. Así, académicos de todo tipo, se avocaron a publicar trabajos en libros y revistas; fueron profusas las investigaciones etnográficas enfocadas a horadar, esclarecer y detallar sus especificidades en distintos pueblos originarios, y se multiplicaron los aportes jurídicos sobre los derechos de la naturaleza promulgados en los dos países andinos. Al mismo tiempo, en cada vez más organizaciones y movimientos sociales el Buen Vivir fue llenándose de contenido para guiar sus procesos de lucha, y no fueron pocas las asambleas en la que los manifiestos políticos se orientaron en torno a dicho concepto. Los estatutos de las cooperativas y asociaciones comunitarias incluyeron el Buen Vivir como parte de su razón de existencia y horizonte común, y los congresos de los pueblos dejaron de concebirse sin que en algún momento aflorara dicha expresión. En las organizaciones internacionales como La CLOC-Vía Campesina, el Buen Vivir se convirtió en una forma de hablar común que permeó muchas de sus organizaciones miembro, y rápidamente las filosofías de los Buenos Vivires empezaron a hacer diálogo con proyectos anti-hegemónicos similares de otras latitudes, como el decrecimiento europeo o el swaraj de la India.
Todo ocurría en el contexto del auge del autodenominado progresismo Latinoamericano. Institucionalizado en Ecuador y Bolivia, el concepto se había vuelto un lugar común en los documentos y discursos burocráticos, y, a diferencia de las discusiones que ocurrían en los movimientos sociales y el mundo académico, el Buen Vivir se usaba como un adjetivo que remplazaba la noción clásica del desarrollo o como un sinónimo del bienestar. Este efecto también ocurría en otros países. En El Salvador Sánchez Cerén utilizó el Buen Vivir como lema de campaña y como correlato de su gobierno; en Venezuela Hugo Chávez expidió la “Cédula del Buen Vivir” como mecanismo para realizar compras en establecimientos del gobierno; y en el acuerdo de paz firmado entre el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos y la FARC se mencionó el Buen Vivir cerca de una treintena de veces. Estos son solo tres ejemplos que sirven para ilustrar cómo en los ámbitos institucionales el Buen Vivir circuló como una enunciación políticamente correcta usada para decir casi cualquier cosa.
Visto en perspectiva es impresionante cómo una expresión inspirada en las concepciones de muchos pueblos originarios a lo largo y ancho del Abya Yala[1] —como suele decirse en clave no eurocéntrica—, haya tenido, en tan poco tiempo, la capacidad de influenciar ámbitos tan dispares. Algunos podrán decir que fue un concepto que se puso repentinamente de moda. Prefiero pensar en términos foucaultianos, y plantear que el discurso político del Buen Vivir es un discurso anónimo que obedece a una serie de acontecimientos y enunciaciones que han surgido independientemente de la intencionalidad de las personas que las han impulsaron, y que responde a un conjunto de reglas que han venido conformándose durante los últimos veintinueve años, como he querido mostrar en mi propuesta arqueológica sobre el tema (véase Giraldo, 2014).
Entre los acontecimientos a los cuales hago alusión cobra especial importancia el triunfo electoral del autodenominado progresismo en Latinoamérica. Me refiero al ciclo de gobiernos que inició con la llegada de Hugo Chávez al poder en 1998, y que siguió en Brasil (2003), Argentina (2003), Uruguay (2004), Bolivia (2005), Ecuador (2006), Nicaragua (2006), Paraguay (2008), El Salvador (2009) y más recientemente México (2018). Fue el en seno de un proceso político de dimensiones subcontinentales, como el Buen Vivir alcanzó a tener la legitimidad necesaria para que muchos soñaran con la refundación de los países más allá del antropocentrismo, la colonialidad y el eurocentrismo, y se empezara a caminar en torno a la diversidad cosmológica y epistémica, la interculturalidad, la apuesta por la relacionalidad y la transmodernidad (Escobar, 2010; Santos, 2010).
Durante la primera década del milenio había mucho entusiasmo. Los nombres de las nuevas instituciones ayudaban a ilusionarse. Ahora podíamos hablar de que existía una Unidad de la despatrarcalización al interior del Viceministerio de la descolonización adscrito al Ministerio de culturas del Estado Plurinacional de Bolivia. Había una nueva retórica que acompañaba las nuevas constituciones de los países andinos y las discusiones que acontecían en espacios populares y académicos se hacían con un emergente discurso político. En esos primeros años parecería que estábamos presenciando algo radicalmente nuevo al interior de los Estados: un nuevo pacto entre los levantamientos que precedieron el triunfo electoral[2], las organizaciones populares aliadas a los nuevos movimientos políticos[3], así como nuevas alianzas internacionales como ocurrió durante el evento para la Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra en 2011.
Sin embargo, la realpolitik también empezó a mostrar su lado más oscuro. Los programas sociales de redistribución y transferencias monetarias se hicieron profundizando el modelo extractivista. Los altísimos precios de los llamados commodities en los mercados globales desde el año 2003, coincidieron con la emergencia de estos gobiernos y, a contracorriente de los derechos de la Madre Tierra, en este periodo se profundizó el modelo rentista mediante la intensificación de la extracción de petróleo, gas, minerales, y la promoción del agroextractivismo con la soya[4] y la palma aceitera como su cara más notable (Gudynas, 2009). El posdesarrollo del Buen Vivir defendido por algunos movimientos populares y académicos vio emerger un nuevo neodesarrollismo, que se reveló especialmente álgido con el TIPNIS en Bolivia (Betancourt y Porto-Gonçalvez, 2016) y la decisión de Correa de explotar el Yasuní en la Amazonía ecuatoriana. Lo que muchos nos dimos cuenta es que estos gobiernos sólo querían o podían hacer reformas y cambios cosméticos.
Las intenciones de hacer una mejor administración de capitalismo las dieron sus propios protagonistas en diversas entrevistas. Lula con orgullo mencionó que él “un metalúrgico está haciendo la mayor capitalización de la historia del capitalismo” (Proceso, 3/10/10); Correa aseguró “El modelo de acumulación no lo hemos podido cambiar drásticamente. Básicamente estamos haciendo mejor las cosas con el mismo modelo de acumulación, antes de cambiarlo, porque no es nuestro deseo perjudicar a los ricos, pero sí es nuestra intención tener una sociedad más justa y equitativa” (El Telégrafo, 15/01/2012). Mujica refiriéndose a Venezuela lo decía con estas palabra: “Si entierro el capitalismo no tengo con qué sustituirlo, en lo inmediato, en la generación de riqueza… se nacionaliza esto, se nacionaliza lo otro, me cae la producción, me caen las cifras acá, y después la gente tiene que hacer cola… y me falta esto… y lo otro. Y la gente lo pasa mal. Prefiero ir más despacio. Conciliar, dejar vivir el capitalismo, rezongarlo un poco usando el machete, pero no matarlo, porque si no mato la gallina de los huevos de oro” (El Tiempo, 01/11/2014); También está el caso del Vicepresidente Boliviano García Linera quien celebró el capitalismo desarrollista y extractivista porque el fruto de su explotación podía repartirse entre la gente; o más recientemente el de Andrés Manuel López Obrador en México cuando mencionó que su función en el gobierno consistiría en “limar las aristas más agudas del capitalismo neoliberal” (Esteva, 2018).
Las intenciones de hacer un capitalismo más benévolo, profundizándolo, pero corrigiendo sus males más notables, muestran en lo que terminó convertida la izquierda en los comienzos del siglo XXI: un keynesianismo aderezado con algún ingrediente de chauvinismo latinoamericanista. Una social democracia que aprovechó los altos precios de materias primas para diseñar y ejecutar programas asistencialistas, asegurando que podría mejorarse la situación de los pobres redistribuyendo los beneficios económicos de la devastación. Una izquierda que en el discurso combatía la fase neoliberal del capitalismo, pero no el capitalismo en sí mismo, y que como alternativa ofrecía más crecimiento económico con mayor intervención estatal —sobre todo en el sector minero-enérgético—, mientras se aliaba con inversionistas para aumentar los ciclos locales de acumulación de capital.
Las cosas son como son, y no lo que algunos quisiéramos que hubieran sido. Sin embargo, hay que entender que, como señala Peter Rosset (2018), estos gobiernos se vieron obligados a hacer una conciliación de clases, pues ellos nunca emergieron como clase dominante como ocurrió en Cuba. Su estrategia fue hacer acuerdos y coaliciones programáticas con sectores importantes de las oligarquías, burguesías nacionales, y fuerzas históricamente opositoras para ganar las elecciones y tener gobernabilidad.
Aunque es cierto que estos gobiernos lograron reducciones de la pobreza —según sus propios indicadores— mediante programas asistencialistas, transferencia monetaria directa, sistemas de compras públicas para organizaciones campesinas, así como ampliación del acceso a la educación superior, construcción de infraestructura y vivienda, también es cierto que no se lograron cambios estructurales. Muy al contrario con ellos, se facilitó la inversión extranjera y se “entregaron los ministerios o secretarías de agricultura, con mega presupuestos, a los hombres y mujeres de Monsanto y del agronegocio. Liberaron los transgénicos y no avanzaron en la reforma agraria. En Brasil, los gobiernos de Lula y Dilma vieron la mayor expansión territorial del agronegocio en la historia del país” (Rosset, 2018). El sector financiero creció de manera espectacular y hasta el Fondo Monetario Internacional terminó felicitando el papel económico protagonizado por el gobernante Evo Morales.
Al decir de Machado y Zibechi (2017) a esto debe agregarse el nacimiento de nuevas élites y burguesías. El aumento del papel económico del Estado derivó en el surgimiento que una nueva casta, la cual fue acumulando poder y riqueza. Nuevos ricos fueron apareciendo—como los boliburgueses en Venezuela, o la nueva élite aymara de El Alto en Bolivia—, a medida que iban atesorando privilegios con los contratos de las políticas gubernamentales. Otros también acumularon riqueza robando. Los escándalos de corrupción que resonaron con especial intensidad en los casos Odebrecht en toda Latinoamérica y JBS en Brasil, son solo una muestra de que el cáncer de la corrupción no pudo ser combatido en estos gobiernos. Aunque no puede decirse que los gobiernos progresistas fueron más o menos corruptos que los gobiernos de la derecha, se supone que debería existir en ellos mayor compromiso ético por el hecho de haber llegado con una supuesta impronta popular.
El compromiso con el capital financiero se concretó, en parte, a través de las políticas sociales. Durante los periodos de Lula y Russef, por ejemplo, se crearon políticas de “inclusión financiera” por medio de las cuales se facilitó el acceso al crédito. Con estas medidas millones de familias se endeudaron, terminaron de educarse en el consumo, y se hicieron dependientes de la banca. Según el análisis de Machado y Zibechi (2017), los gobiernos progresistas tampoco lograron frenar la desigualdad, profundizaron la dependencia de los países a las exportaciones de bienes primarios, generaron mecanismos de represión a las voces opositoras de los movimientos sociales, y, de alguna manera, terminaron por cooptar la voz de los procesos de abajo al constreñir la política autónoma. Un diagnóstico fulminante fue realizado por estos mismos autores:
Lo que entró en crisis es un proyecto que buscó administrar el capitalismo realmente existente —o sea el extractivo— pero con buenos modales. El resultado de los años dedicados a gerenciar el modelo fue el ascenso de nuevas proles de gestores que se incrustaron en los altos escalones del Estado, ya sea en las administraciones centrales, las empresas estatales o en alianza con empresas privadas. La crisis del progresismo devela lo que el discurso pretendió enmascarar: cómo las políticas sociales, bajo el argumento de la justicia social, el combate a la pobreza y la desigualdad, se limitaron a cooptar a los dirigentes populares para intentar domesticar los movimientos de los más pobres. Las políticas sociales fueron necesarias para poder implementar un objetivo impronunciable: establecer alianzas entre las élites emergentes y las clases dominantes tradicionales, para gobernar a los subalternos con las menores resistencias posibles (Machado y Zibechi, 2017: 151).
Difícil encontrar una descripción más contraria al Buen Vivir. El proyecto político enfocado en una ontología relacional basado en principio según el cual “no se puede Vivir Bien si los demás viven mal”; el acoplamiento con todas las formas de vida; la crítica al consumo y la redefinición del sentido civilizatorio por uno pluriversal basado en la comunalidad, la resacralización del mundo; la transformación espiritual para sabernos pertenecientes a nuestra Madre Nutricia; y la redefinición de las economías para insertarse a las relaciones sociales y los ciclos ecosistémicos, chocó de frente con la realidad del Estado contemporáneo. Para la mayoría de las personas que habían acompañado con entusiasmo los supuestos procesos de cambio, el sentimiento fue el paso de la fiesta a la resaca. A mi juicio uno de los más agudos testimonios de la desilusión lo escribió Catherine Walsh (2017: 19-20 y 30):
En el Ecuador, la esperanza colectiva que muchxs sentíamos ante la nueva Constitución de 2008 —en cuyo proceso activamente participé (ver Walsh, 2008 y 2009)— se ha convertido en un colectivo pesar. La “apuesta puesta” en el Estado —con mayúscula— y en la posibilidad de su refundación radical, intercultural y plurinacional —posibilidad y apuesta también luchadas en Bolivia— ya se desvaneció […] Después de la experiencia vivida en los últimos años en el Ecuador, y de observar de cerca la de Bolivia, dejé de creer en la posibilidad de la radical refundación y transformación estatal. Así también me di cuenta de los peligros de agrandar —con el poder de la letra y el significado— esta institución que hasta con su “vestimenta progresista” alienta y alimenta el sistema capitalista-patriarcal-moderno/colonial.
¿Qué fue lo que pasó durante estos años? ¿Existió acaso un quiebre fundamental en la idea de transformar los países desde la estructuras estatales? Sin duda, algo está pasando en el sector más crítico que se había comprometido con el proyecto ontológico político del Buen Vivir. Una sacudida que no sólo se explica por los tibios y contradictorios resultados de los procesos progresistas en América Latina, sino también por la escalada neofascista en América Latina y el rápido ascenso electoral de los movimientos más reaccionarios del subcontinente. No son pocos los movimientos que habían apostado todos sus esfuerzos a realizar las transformaciones de la mano de los partidos en el poder. El Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra en Brasil (MST), es quizá el caso más dramático. Aliado del PT y con innumerables procesos en curso en sus asentamientos gracias a las colaboraciones con el Estado, en un abrir y cerrar de ojos terminó siendo acusada por Bolsonaro de ser una “organización terrorista”.
Es importante no perder de vista que el contraste de ambos espectros políticos tiene que dejarnos claro que no son iguales unos gobiernos a los otros. Por supuesto que no. Existen algunas posibilidades de contener algunas de las consecuencia más inmediatas del avance del capital cuando la izquierda institucional logra acceder al poder gubernamental, lo que para vastos sectores de la población significa una diferencia abismal en su diario vivir. Sin embargo la experiencia latinoamericana de la última década nos ha enseñado que el margen de maniobra para hacer cambios estructurales desde el Estado es cada vez más limitado, y de ahí la necesidad de hacer un balance profundo de las estrategias políticas que hemos estado impulsando. La misma Walsh (2013), rememora a Stuart Hall cuando aseguró que los momentos políticos producen movimientos teóricos. Sin duda, son muchos los desplazamientos teóricos que debemos atender en el contexto latinoamericano del progresismo y el reciente giro al neofascismo. Hay demasiados importantes y urgentes, pero uno impostergable: la cuestión de si el Estado —así se haga llamar plurinacional— es irreformable e imposible de decolonizar en la medida en que es parte consustancial de las herencias coloniales y la estructura industrial del capital.
Planteado de otra manera: ¿Acaso no hemos estado creyendo por mucho tiempo que las cosas pueden cambiarse a través del sistema electoral y del aparato estatal? ¿No habrá una contradicción irreconciliable entre el imaginario posdesarrollista del Buen Vivir y la forma-Estado? ¿La lógica centrada en la Economía que defiende el crecimiento económico, y que promueven Estados de toda laya, no es incompatible con el descentramiento de la racionalidad económica del Buen Vivir? ¿El tamaño gigante del Estado será incongruente con el sentido de la proporción y aquello que solo puede gestionarse efectivamente a escalas mucho más reducidas? Estos interrogantes son para mí el giro teórico más importante que debemos dar quienes defendemos que Otros mundos son posibles. El cambio de la Economía, el constitucionalismo y las vías estatales, por el autonomismo, el autogobierno; todo, en perspectiva del pronto colapso del sistema capitalista/moderno/urbano/industrial.
El Estado: la forma del capital
La explicación más clara y pedagógica sobre la crítica al Estado la ha dado recientemente el subcomandante Moisés del EZLN[5], mediante la metáfora de la finca. Para el Sub Moisés el capitalismo es como una gran finca, en donde los presidentes son tan sólo los capataces; los gobernadores, los mayordomos; y los alcaldes municipales, los caporales. El que manda es el patrón capitalista, y toda la estructura en realidad está al servicio del sistema. Cuando se cambia de gobernante, en realidad se está cambiando de capataz, el cual, quiéralo o no, tiene que atenerse a la lógica del capital. Pensar desde la lógica de la finca, o la gran hacienda, como lo propone Moisés, nos ayuda a aceptar que un nuevo gobernante, o capataz, lo único que puede hacer es actuar dentro de límites muy estrictos, pues el que manda no es él, sino el dueño, o los muy escasos dueños que concentran la mayor parte de la riqueza mundial.
La lúcida metáfora de la finca, con sus capataces, mayordomos y caporales, está enunciando con franqueza y sin titubeos, que la estructura estatal se ha convertido en un simple instrumento útil para asegurar los intereses del capital y la autonomía del mercado. Después de más de treinta años de transformaciones estructurales, sus instituciones y aparatos normativos han quedado subordinados a la lógica de la economía de libre mercado y a su objetivo principal: el crecimiento de la acumulación del capital. La “finca” nos está diciendo que, a pesar de los que se cree, el Estado neoliberal no lo cambia uno u otro gobernante, pues el sistema es una superestructura global; una racionalidad institucionalizada, como dice Foucault (2008), la cual ha quedado inscrita en los cuerpos de los gobernados, haciendo coincidir los deseos de consumo y los sueños de Vivir Mejor de la población mediante el juego de la libertad económica.
Hay quienes aún creen que el neoliberalismo se define por la disminución del Estado, y que por tanto salir de este periodo implica engordarlo de nuevo. Es algo mucho más complicado: la finca globalizada, a través de organismos multilaterales, acuerdos comerciales, y una racionalidad o forma de hacer las cosas, ha reorientado las funciones de los Estados para que estas instituciones lleven a cabo “acciones reguladoras” para garantizar el buen funcionamiento del mercado. Sin embargo, para asegurar que su función sea cumplida adecuadamente, el Estado capitalista contemporáneo debe asegurar la legitimación de su hegemonía corrigiendo las “fallas del mercado” mediante la política social, “rezongando el capitalismo con el machete”, como bien expresaría don Pepe Mujica.
Lo que quiero insistir es que no se trata de si existen gobiernos neoliberales o no. El neoliberalismo quedó inmerso en el juego de las relaciones capitalistas internacionales, y en tal sentido no está en las manos de los caporales poderlo cambiar. A veces se necesitan giros tenues como ocurrió en Latinoamérica en los primeros años del siglo XXI. Aplazamientos temporales diría el neomarxista David Harvey (2003), para que los Estados construyan infraestructura, aumenten la masa de consumidores haciendo crecer a la clase media, eduquen a profesionales obedientes en las universidades, y, en general, creen todo aquello que necesitan con dinero público para la privatización futura. Una década de gobiernos progresistas es suficiente para favorecer la estabilidad general del sistema capitalista, y entrar en un nuevo ciclo de acumulación, como parece que está ocurriendo con el giro a la derecha en América Latina (Giraldo y McCune, 2019).
Visto en mayor perspectiva todos los gobiernos buscan hacer avanzar la agenda del capital, y lo que cambian son las fases. En perspectiva de los ciclos de mediana duración, cómo explica Peter Rosset (2018), en Latinoamérica podríamos pensar que los gobiernos militares llegaron a sus límites, dando paso a gobiernos democráticos de corte neoliberal, que también llegaron a sus límites. Se requerían algunos ajustes de los supuestos gobiernos de izquierda, tanto para abrir nuevos ciclos de reproducción de capital, como para contener la inconformidad social dejada después de tanto despojo. Sin embargo estos gobiernos ya cumplieron su función, y llegaron a sus límites, por lo que la derecha llegó envalentonada de nuevo por sus fueros. Asistimos a cambios de caporales, a cambios en la administración de la finca. Momentos de juego en la globalización neoliberal que entiende que se debe hacer uno u otro ajuste para facilitar los negocios. Simples períodos de acomodos y reacomodos en los diseños globales de la agenda capitalista, donde los gobiernos cumplen de distintas maneras y en tiempos diferentes el papel de transferir riqueza hacia el capital.
La comprobación de que en ocasiones se dejan llegar caporales de las filas de las clases subalternas al poder ejecutivo, pero sin que ellos o ellas, puedan efectuar cambios sustanciales, poco a poco le está haciendo a descreer a muchos que el Estado implementará agendas que afecten directamente a las clases privilegiadas, y que podrán efectuarse acciones de política pública que busquen cambiar radicalmente el estado actual de la propiedad de los medios de producción. La explicación que algunos de los caporales dieron es que las coaliciones controlaban el gobierno pero no al Estado. La interpretación que nos ofrece la metáfora del sub Moisés es que no se puede controlar ni el gobierno, ni al Estado, pues la soberanía está lejos de residir en el territorio jurídico de los países, la cual ha sido remplazada por un ensamblaje de tratados internacionales y aparatos transnacionales que rigen la economía global.
No son pocos los debates que ha generado esta postura, sobre todo desde que el zapatismo en su celebración de los 25 años del levantamiento en enero de 2019, se declaró en abierta oposición al gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Desde el lado más estatalista, corrieron las críticas sobre esa posición de izquierda “pura”, que no quiere mezclase con el Estado, y que según algunos, resulta muy conservadora al final. Su argumento consiste en que, desde una posición cómoda están esperando la caída de los gobiernos populistas, para decir “se los dije, son iguales a los demás”. Su cuestionamiento, al cual no le falta algo de razón, es que es fácil criticar cuando en realidad no se tiene una propuesta para las mayorías, para los trabajadores urbanos, y que en cambio ese espacio de las mayorías está siendo ocupado por los neopentecostales, por la derecha popular, la que sí sale a votar, y nos pone arriba a los Bolsonaro. Para ellos el bloque histórico de lucha no puede saberse al margen de la institucionalidad, porque se vuelve funcional al terminar dejando todo el poder del Estado y el mercado abierto al capital. Los críticos de la visión crítica al Estado sostienen que las propuestas autonomistas terminan coincidiendo con el neoliberalismo. El purismo de izquierdas —aquel que renuncia a la realpolitik y se resiste a conciliar—, dicen, termina siendo aliado de las derechas.
Puedo consentir con estas críticas que un autonomismo radical de la noche a la mañana no es posible, y que existen buenas razones en el pragmatismo de quienes aún siguen buscando la conquista del poder estatal en el contexto de las nefastas políticas del neofascismo. Habrá que seguir abriendo frentes para la disputa del Estado, sabiendo que no es monolítico y que existen espacios y momentos de ruptura. Quizá algunas formas de contención como mencioné, pueden hacerse desde sus aparatos e instituciones. Habrá pequeñas fisuras que podemos abrir y por las cuales podremos colarnos. Sin embargo, no es por purismo que se cuestiona al Estado, sino por una constatación histórica. Si las transformaciones estructurales se pudieran hacer desde el Estado no existiría esta crítica tan mordaz. Pero lo que hemos aprendido después de esta década de progresismos es que las transformaciones difícilmente pueden hacerse desde ahí, y que toca apelar a otras estrategias.
Estamos haciendo un cuestionamiento fundamental, que fue parte dispersa del pensamiento marxista y que fue olvidado desde Engels, pasando por todos los socialismos del siglo XX, y los autodenominados socialismos del siglo XXI en América Latina: la noción según la cual toda revolución estará abocada al fracaso si no lidia en serio con la necesidad de deshacerse del Estado. Marx había observado con perspicacia que el Estado es un apéndice de los intereses de la clase dominante y de las élites económicas, y en tal sentido el socialismo no podría advenir reproduciendo las mismas estructuras existentes en el capitalismo. El problema es que la estructura estatal de los Estado-Nación modernos, es hija de las instancias piramidales y verticales, de aquellas que buscan la dominación y el control, hechas para reproducir el sistema, y no para ir en contra de él.
Lo que estamos impugnando, inspirados en el zapatismo de Chiapas, es que la clave anticapitalista esté en la llegada de nuevo personal político a las instituciones del Estado; que la alternativa para el Buen Vivir esté en la forma del partido, en las urnas y en la conquista del gobierno; y a ese acuerdo que considera el Estado el agente principal de la transformación. Pero ante todo estamos cuestionando un efecto profundamente nocivo que surge de esa obsesión: pensar como Estado, imaginando cómo hacer las transformaciones desde arriba, soñando en forma de jerarquías (Esteva, 2013a). Se trata de un tipo de mirada de la cual estamos contaminados, y que consiste en pensar en la transformación desde las instituciones a la manera de “ingenieros sociales que conducen a las masas al paraíso que concibieron para ellas” (p. 14).
Al discernimiento de Esteva agregaría además otra contaminación en nuestra mirada: pensar como industria. Hablo de ese pensamiento que concibe las cosas en gran escala, en tamaño gigante, con aparatos centralizados y jerárquicos. El Estado-Nación moderno hace parte del sistema capitalista industrial; ha sido creado para él, y funciona según su propia lógica. Por eso parafraseando a Boaventura de Sousa Santos, “no hay respuestas industriales para los problemas causados por el sistema industrial”. El Estado no tiene ni el tamaño ni la proporción adecuada para responder a la mayoría de los problemas contemporáneos que requieren otro tipo de escala, más pequeña, más localizada, más cercana a la gente. La efectividad de los sistemas jurídicos consuetudinarios de los pueblos indígenas en comparación con el derecho positivo del Estado Nación solo es una muestra de ello. Una vez el sistema político crece, al llegar a tener la escala que conocemos —un presidente que gobierna la vida de millones, o incluso miles de millones de personas— hace todo lo contrario de lo que se propone: desgobernar.
Por supuesto, el Estado se legitima en una profunda herencia colonial de la modernidad que podemos atribuir a Hegel, y es la noción de que un pueblo es incapaz de gobernarse a sí mismo, y por tanto necesita representantes y políticos profesionales. La democracia se transforma en su antítesis, porque ya no es el poder del pueblo, sino el poder estatal delegado a unos gobernantes, que se separan durante el periodo de su gobierno de los gobernados, y quienes por mejores intenciones que tengan, ya arriba, en las instituciones, o bien se corrompen, o bien se dan cuenta de su limitado margen de maniobra al tener que obedecer a un imperio que les trasciende (Baschet, 2017).
Finalmente, lo que se debemos concluir es que otro Estado no es posible, y ello nos obliga a pensar en modos de transformación que dejen de referenciarse en esta institución, lo cual implica, hacerlo desde abajo y con la tierra, dejando de hacer el capitalismo ahora y abriendo grietas en la gran muralla que nos imponen.
Algunas claves de formas Otras de hacer la emancipación
No nos deshacemos del Estado por decreto. Lo hacemos volviéndolo innecesario construyendo otro tipo de procesos autónomos desde la base (Esteva, 2013b). Haciendo inoperantes sus formas de dominación y control. Ejerciendo lo que Giorgio Agamben ha denominado “un poder destituyente”, es decir, un poder capaz de hacer inoperante al sistema ante el cual se revela, en franco antagonismo con las formas de poder constituyente —aquellos que mantienen operantes formas de poder del sistema político-económico constituido—. Volver inoperante el poder del Estado y la lógica de la economía (Agamben, 2014), y su capacidad para desactivar la potencia de la política autónoma y el autogobierno de las comunidades (Machado y Zibechi, 2017).
La cuestión no es quién está en el poder, sino la naturaleza misma del Estado, configurado desde el tratado de Westfalia como una estructura de dominación y control. Por eso, en la versión más radical de Jerome Baschet (2015:70) se trata de “renunciar a la concepción de lo político basada en entidades abstractas, a las representaciones del Estado que enseñan a pensar desde arriba, y sustituir una mirada que parta de lugares singulares que renuncien a dilapidar energías en los espacios institucionales del Estado”. Por supuesto, al renunciar al Estado, tenemos que crear las alternativas, y dentro de ellas preguntarnos por las maneras de controlar los medios de producción. En cualquiera de los casos, creo urgente que la izquierda vuelva a pensar en las maneras de la revolución, y deje de conformarse con agendas reformistas de corta duración lideradas por caudillos. Para ello es necesario asegurar que cualquier forma emergente de los recursos liberados no recaiga en el Estado, sino que los mismos pasen al control de formas organizativas que se adopten según los acuerdos autónomos a los que lleguen sus miembros.
Hablar de la revolución hoy para algunos podría sonar caduco, pues siempre se cree que se trata de la toma del poder del Estado, ya sea por la violencia o por la vía electoral. Creo que la revolución es posible, pero tenemos que verla inscrita en el fin de la era de los combustibles fósiles, y el muy probable colapso de la civilización termo-industrial, en la medida en que la base energética y material que le da soporte a este tipo de civilización, está llegando a su fin (Giraldo, 2018; Taibo, 2017). Este es el acontecimiento en torno al cual debe pensarse la revolución, y de ahí la pertinencia del Buen Vivir para abrir las posibilidades del des-escalamiento del sistema, de la relocalización de las economías, de la recuperación del sentido de la proporción, y de una transformación ontológica y civilizatoria para volvernos a sentir seres interdependientes de nuestros congéneres biológicos e hijos de nuestra Madre Tierra. Por supuesto, no se trata de delinear todas las formas y maneras de revolución —lo que sería petrificar la esperanza— sino abrir posibilidades para que la inmensa creatividad de los pueblos le den forma según sus contextos culturales y ecológicos.
Quisiera mencionar un texto de Hanna Arendt (2018) que había permanecido inédito y que me parece, ofrece una apertura a esta posibilidad:
Hablando en términos generales, ninguna revolución es posible allí donde la autoridad del Estado se halla intacta…. Las revoluciones no son respuestas necesarias, sino respuestas posibles a la delegación de poderes de un régimen; no la causa, sino la consecuencia del desmoronamiento de la autoridad política. En todos los lugares en los que se ha permitido que se desarrollen sin control esos procesos desintegradores, habitualmente durante un periodo prolongado de tiempo, pueden producirse revoluciones, a condición de que haya un número suficiente de gente preparada para el colapso del régimen existente…
Hoy el desmoronamiento de la autoridad política no consiste en el cambio de un tipo de Estado por otro, sino el desmoronamiento del Estado en cuanto tal. Y dice Arendt, que cuando estos procesos se descomposición dejan que se desarrollen, pueden producirse revoluciones, siempre y cuando la gente esté preparada para el colapso. En términos de nuestra discusión, y del contexto de la gran crisis civilizatoria de nuestro tiempo, eso significa haber ido construyendo suficiente “poder destituyente” en términos de auto-organización, auto-gestión, y autonomía. Habernos puesto en obra, para cambiar el mundo desde abajo. Me gusta mucho como lo dicen los zapatistas: “nosotros somos muy curiosos, nos gusta mirar por esos huequitos que se abren en el gran muro del capital, para saber cómo son esos otros mundos que se aproximan”.
Abrir grietas, en el muro que se colapsa, es mucho más revolucionario que hacer conciliaciones de clases dentro del mismo Estado burgués[6]. Hemos aprendido de muchos modos que cambiar el mundo a través de las reformas es una ilusión, y que la revolución debe enfocarse en nuevas formas de hacer política, preguntándonos no cómo dejamos de hacer capitalismo en el futuro, sino cómo aprovechar las grietas del capitalismo, aquí y ahora, para construir otras relaciones sociales, nuevos arreglos institucionales y ejercer la revolución más allá del Estado-Nación (Holloway, 2011). La idea de la revolución entonces ya no será la de delegar los cambios radicales a un grupo de representantes, y la política de las exigencias, sino la de llevar a cabo revoluciones con formas hetarárquicas de poder, reorganizando el mundo de abajo hacia arriba.
La pregunta es cómo se conectan las distintas grietas que se van armando. Cómo aquellos embriones de una esa nueva civilización entran en diálogo, intercambian saberes, experiencias, y sueños. Estamos hablando de que cómo esos Buenos Vivires —en plural— que están haciendo, aquí y ahora, un mundo diferente, entran en una comunicación popular con otros, conformando redes, rizomas, tejidos. La imagen es la de un sistema que empieza a ser desmantelado, vuelto inoperante en muchos sitios a la vez, y sustituido por algo totalmente diferente que va tomando un diseño en malla, en red, muy distinto al diseño de las estructuras jerárquicas del poder estatal. Coaliciones que se van armando en redes e inter-redes. Iniciativas de pequeña escala que, como enseña Esteva, van remplazando necesidades por funciones sociales, y expandiéndose a través del contagio. La mayor riqueza aquí es la riqueza relacional. La gratuidad, el placer del compartir para la reproducción de la vida.
Existen en realidad muchos procesos horizontales que están mostrando que es posible reavivar las riquezas relacionales, regenerar la red de relaciones humanas, y revitalizar saberes tradicionales, movilizando la capacidad de las comunidades rurales y urbanas de usar los recursos disponibles. Estas experiencias son una prueba de la potencialidad que tiene rehabilitar ámbitos comunitarios, y las ventajas de las estructuras relacionales basadas en la participación masiva y la creatividad colectiva más allá del Estado-Nación (Giraldo, 2018). Muchos procesos, aquí y allá, están dando pistas del nuevo carácter de la revolución, pues desafían el régimen político dominante modificando la política de las demandas, poniendo en operación la recuperación de la agencia personal y colectiva.
El proyecto ontológico político del Buen Vivir apenas inicia. Está sobreviviendo la primera prueba, que es superar el Estado y enfocar todas sus fuerzas hacia el nuevo carácter de la revolución. Una revolución que sólo es posible entenderla si advertimos que lo que está en crisis es una forma de vivir, una crisis de la que no podemos salir, sino jubilando este sistema que crea tanta opulencia para unos, mientras genera tanta pobreza modernizada para la mayoría, y devastación del sustrato vital para todos. Afortunadamente hay una cantidad importante de colectivos escapándose del sistema: solo falta que desempañemos los lentes para darnos cuenta de su existencia.
Por: Omar Felipe Giraldo
Fuente: https://desinformemonos.org/la-erosion-de-la-creencia-en-el-estado-del-buen-vivir-estadocentrico-a-la-autonomia-de-los-pueblos/?fbclid=IwAR39IQAk5kFNQKLaeyEuwqfZvQ9jMFgKCdpLlXz7q-006BClnGdTDOHobM0
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Baschet, J. (2015) Adiós al capitalismo: autonomía, sociedad del buen vivir y multiplicidad de mundos. Ned ediciones.
Baschet, J. (2017) Podemos gobernarnos nosotros mismos. La autonomía, una política sin el Estado. San Cristóbal de las Casas, Cideci-Unitierra.
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De Sousa Santos, B. (2010). Refundación del Estado en América Latina: Perspectivas desde una epistemología del Sur. México, Siglo XXI Editores – Siglo del Hombre
El Telégrafo. “El desafío de Rafael Correa”. 15/01/2012. https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/especial/1/el-desafio-de-rafael-correa[:]