[:es]El presidente de Brasil amenaza la Amazonía; una tribu se prepara para pelear.[:]
[:es]Fotoreportaje: Ernesto Londoño – Meridith Kohut
Adentrados en la Amazonía brasileña con una tribu Indígena Munduruku para ver de cerca sus luchas contra la deforestación.
Así se decidió: los mineros tenían que irse.
Sus excavadoras y dragas y mangueras de alta presión estaban destruyendo kilómetros de tierra a lo largo del río, contaminando el agua, envenenando a los pescados; eran, en general, una amenaza al estilo de vida de quienes habían habitado en la zona amazónica desde hace miles de años.
Así que una mañana de marzo los líderes de la tribu munduruku juntaron sus arcos y flechas, guardaron algo de comida en bolsas de plástico y se subieron a cuatro barcos para ir a expulsar a los mineros.
“Así se decidió”, dijo Maria Leusa Kabá, una de las mujeres de la tribu que fue parte del grupo.
Y así comenzó la confrontación.
Esta fue apenas una pequeña lucha entre las batallas enormes y existenciales que libran las comunidades indígenas en todo Brasil: no solo se trata de su supervivencia, sino de qué sucederá con toda la Amazonía y con su papel clave en el combate contra el cambio climático.
En los últimos años, el gobierno brasileño ha reducido considerablemente los fondos destinados a comunidades indígenas y varios legisladores han impulsado cambios regulatorios para que varias industrias puedan acceder a zonas amazónicas protegidas en la Constitución.
Ahora Brasil eligió a Jair Bolsonaro como presidente, figura de ultraderecha que promueve la eliminación de las tierras indígenas protegidas. Ha prometido reducir la vigilancia de leyes ambientales, a las que califica de obstáculo al crecimiento económico, y ha dejado muy claras sus intenciones para la Amazonía.
“Donde hay tierra indígena”, dijo en 2017 “hay riqueza debajo”.
Mucho antes de la victoria de Bolsonaro, los descendientes de las tribus originales que poblaron la Amazonía, la selva tropical más grande del mundo, ya eran vulnerables a mineros, leñadores y agricultores que habían talado a niveles que los activistas advierten son insostenibles.
De 2006 a 2017, la Amazonía brasileña perdió mas de cuatro millones de hectáreas de cobertura —un territorio mayor a seis millones de canchas de fútbol o al de todo Nueva York, Vermont, Nuevo Hampshire, Nueva Jersey y Connecticut juntos—, de acuerdo con un análisis hecho con imágenes satelitales por Global Forest Watch.
En tierras indígenas ya han sido talados cientos de kilómetros de bosque pese a que ahí se prohíbe la actividad industrial a gran escala. Con la victoria de Bolsonaro los líderes de diversas tribus temen que esto empeore.
“Representa la institucionalización del genocidio en Brasil”, dijo Dinamã Tuxá, coordinadora de la articulación de los pueblos Indigenas de Brasil. Un portavoz del equipo de transición presidencial de Bolsonaro indicó que no harían ningún comentario sobre las preocupaciones de grupos indígenas ni responderían a críticas de las posturas de Bolsonaro al respecto porque los oficiales estaban enfocados en “temas mucho más importantes”.
Los expertos dicen que la tasa de deforestación en la Amazonía, que ha sido llamada “el pulmón del mundo” porque absorbe cantidades enormes del dióxido de carbono, vuelven casi una certeza que Brasil no alcance las metas de mitigación medioambientales que estableció en 2009, cuando se presentó como ejemplo del desarrollo sostenible en una cumbre de la ONU.
De mantenerse esta tendencia, ambientalistas y procuradores federales advierten que la Amazonía se acerca a daños irreversibles con la potencial extinción de comunidades indígenas que han sobrevivido diversas calamidades a lo largo de los siglos.
“Los impactos combinados de la deforestación, el cambio climático y el uso extenso del fuego han dejado a la Amazonía en un punto crítico”, dijo Thomas Lovejoy, profesor de ciencias y políticas ambientales en la Universidad George Mason. “Los pueblos indígenas, que son los mejores defensores de sus tierras, quedan vulnerables si se desvanece el bosque”.
Dividir para conquistar.
Muchos líderes indígenas ven en las amenazas contra sus comunidades una lucha estilo David y Goliat, con las tribus a merced de bandas violentas de hombres que quieren aprovechar la falta de monitoreo policial para lucrar.
La batalla por el futuro de la Amazonía se da muy lejos de las cámaras legislativas en la capital. En 2014, después de que la economía brasileña cayera en recesión, políticos y líderes de industrias que promueven reducir las regulaciones ambientales consiguieron una ventaja.
Han tenido éxito para debilitar varias protecciones establecidas en la Constitución de 1988. Pero en muchos casos esos cambios están retrasados frente a la realidad: mineros, leñadores y agricultores ya han incursionado a la Amazonía, legalmente o no, y con ello ha cambiado el panorama.
“No se han rendido respecto a cambiar las leyes, pero han priorizado una estrategia de manufacturar los hechos en el terreno”, indicó Cleber Buzzatto, secretario ejecutivo del Consejo Indigenista Misionero, grupo que defiende los derechos de grupos indígenas. “Al crear una realidad irreversible, con eso buscan cambiar la legislación”.
Esa nueva realidad es visible desde al aire: tajos de colores naranja que fueron excavados entre los ríos y árboles. Hay pocos tajos de explotación tan claros como la mina de oro ilegal en Posto de Vigilancia, uno de los poblados munduruku más remotos.
Los mineros ilegales les ofrecen comida a los indígenas munduruku. CreditMeridith Kohut para The New York Times
Osvaldo Waru Munduruku, el jefe de la tribu, lucía pálido cuando explicaba cómo fue que su aldea, que alberga a unas quince familias, se convirtió en un punto de minería ilegal y comercio que transformó a la región.
El presupuesto de la Fundación Nacional del Indio (Funai), agencia federal dedicada a la asistencia de grupos indígenas, se redujo sustancialmente en los últimos años, lo que dificultó que poblados más remotos consiguieran alimentos o servicios básicos. Más allá de eso, muchos líderes indígenas como Osvaldo Waru querían mejorar los estándares de vida en sus comunidades de maneras que no necesariamente permiten una existencia aislada.
Así que cuando en 2015 llegaron los primeros “mineros blancos” y le sugirieron hacer un acuerdo, Waru se vio tentado.
Él y otros líderes indígenas sabían que no iban a poder hacer mucho para detener a los mineros. La recesión había llevado a muchos brasileños desempleados a buscar oro en la selva y Waru pensó que si iba a haber una fiebre de oro en esa parte del estado de Pará, quizá convendría que el pueblo pactara ganar una parte.
Es cada vez más común que se intente cooptar de esta manera a quienes viven en las áreas remotas de la selva, y es algo que los líderes indígenas quieren evitar.
“Divide y reinarás”, dijo Fernanda Kaingáng, abogada por los derechos de personas indígenas que forma parte de la tribu kaingang. “Esa es la estrategia que utilizan entre comunidades indígenas para conseguir acceso a leña, minerales y tierra”.
Los mineros en el poblado de Waru talaron una franja en el bosque para tener un pista aérea y construyeron un asentamiento con habitaciones y una pequeña iglesia. Acordaron darle a Waru el 10 por ciento de las ganancias mensuales; algunos cientos de dólares, según dijo.
“Los ahorrábamos y ahorrábamos hasta que hubiera suficiente para comprar cosas para la comunidad”, dijo. Con eso costearon un nuevo motor de barco, un generador eléctrico y una radio.
Pero entonces empezaron los brotes de diarrea entre los niños. La erosión de las minas le dio al río un color café. Los pescados que por mucho tiempo fueron parte de la dieta de la comunidad ahora tenían rastros del mercurio usado para extraer oro.
“Antes había mucha comida aquí, pero el agua se contaminó, los peces desaparecieron”, dijo. “Nos preocupó cada vez más el futuro de nuestros niños”.
Una recuperación en la cima del abismo.
En Brasil hay unas 896.000 personas indígenas que representan menos del 0,5 por ciento de la población. Pertenecen a 300 tribus y hablan más de 270 idiomas.
Son porcentajes pequeños en comparación con los millones que pertenecen a pueblos indígenas en países como Bolivia y Perú. Porque hace medio siglo estaban cerca de la extinción.
En 1500, cuando llegaron los primeros colonizadores portugueses, había entre tres y cinco millones de personas en lo que después sería llamado Brasil.
La viruela y otras enfermedades que trajeron los europeos mataron a cientos de miles. Después establecieron la esclavitud en plantíos de azúcar y con la llegada de personas en busca de lucrar con el caucho a partir de la década de 1870.
Para los años sesenta, cuando empezó la dictadura brasileña, la población indígena rondaba las 100.000 personas. Los generales consideraron a las comunidades indígenas un impedimento para el desarrollo y los expulsaron de pueblos remotos para intentar asimilarlos.
Esta política fue abandonada en 1988 con la nueva Constitución, que pretendía reparar los abusos del pasado con el establecimiento de un proceso para definir y proteger territorios indígenas. Ahora hay más de seiscientas reservan que suman el 13 por ciento del país; es algo que nunca caído bien a los mineros o leñadores.
Aquí, a lo largo del río Tapajos, los munduruku —que juntos suman más de 14.000 integrantes— han quedado separados en decenas de pequeños pueblos en un territorio algo más grande que todo El Salvador.
Sin embargo, a medida que la recesión azotó el noreste y los estados de la Amazonía, de por sí empobrecidos, empezaron a llegar los extranjeros y sus familias a tierras munduruku. Volvieron a echar a andar las minas de oro que el gobierno había cerrado en los 90.
Cuando llegaron a los poblados sobre el Tapajós, en 2015, encontraron comunidades en estados peores que las suyas.
En una, Caroçal Rio das Tropas, las familias viven en chozas de madera deterioradas y duermen en hamacas. Hay perros muy delgados con heridas sin curar que olfatean a ver qué sobras consiguen. Cuando alguien es mordido por una serpiente venenosa se usa el mismo cuerpo de la serpiente a modo de torniquete mientras el paciente hace el viaje de seis horas en barco a la ciudad más cercana.
“Ninguno aquí es bandido. Si el gobierno nos ofrece trabajo que no sea en las minas, nadie regresaría acá”.
MINERO ILEGAL.
A algunas familias les va mejor que a otras: tienen televisores, teléfonos celulares y otros electrodomésticos que usan con ayuda de generadores viejos. Según Ezildo Koro Munduruku, eso se debe a las ganancias por la minería ilegal que han transformado tanto al área como a la tribu.
“La generación de nuestros abuelos tenía una organización muy fuerte”, dijo Ezildo, de 41. “Todos estaban unidos y había poco contacto con gente blanca”.
A medida que crecieron los campos de mineros —y con ellos la llegada de los alimentos procesados, las drogas, el alcohol y la prostitución—, muchos hombres munduruku intentaron hacer dinero. Cambiaron sus dietas; adoptaron vicios. Muchos munduruku temen que su estilo de vida haya sido alterado de manera irreparable.
“Entre las familias hubo enfrentamientos de hermano contra hermano”, dijo Ezildo.
Algunos líderes indígenas argumentaron que la minería podía ser una bendición que no causaría tanto daño ambiental. Pero los beneficios del oro fueron modestos y pasajeros.
“Estamos enfermos, física y espiritualmente”, dijo Ezildo. “Si uno gana por cien gramos de oro, lo gasta en alcohol o prostitutas”.
Para sobrevivir.
Después de tres días de debate, las mujeres de la tribu dieron la última palabra. Algunas señalaron directamente a algunos de los hombres y otras lloraron cuando estaban al micrófono.
Pero al final Maria Leusa Kabá, la mujer que ayudó a organizar la rebelión contra los mineros, levantó un cartel donde estaba escrito un resumen del plan.
“Paralizar la actividad minera ilegal en el área indígena, limpiar el territorio y expulsar a los invasores de las tierras munduruku”, decía.
Los mineros sabían que se acercaba la revuelta e intentaron detenerla. Volaron al pueblo armados con enormes bolsas de arroz, frijoles, pasta y hasta gaseosas sabor a uva y naranja.
Cleber da Silva Costa, el minero que llegó con las ofertas, les dijo que sabía que lo que él y los otros mineros estaban haciendo era ilegal y dañino para el medioambiente. No obstante, intentó convencerlos de que su crimen era tan solo síntoma de un error mucho más grande.
“Si no hubiera tanta gente corrupta en el Congreso, sería factible pensar en la preservación del ambiente”, les dijo.
Da Silva, de 47 años y padre de tres hijos, dijo que su campamento había hecho más a favor de mantener las comunidades indígenas que para destruirlas.
“Lo poco que tienen hoy es gracias a los mineros”, aseguró. “El gobierno no ayuda. Todo el dinero se lo roban. Puede que estemos haciendo mal, pero acá la ley es cómo sobrevivir”.
‘Esta tierra no es suya’
Unos treinta integrantes de la tribu, con armas en mano, salieron para expulsar a los mineros.
Pero después de un trayecto de más de seis horas a través de ríos, pantanos y colinas, estaban hambrientos y exhaustos cuando llegaron al primer campamento minero.
Amarildo Dias Nascimento, el supervisor de la zona, se dio cuenta de que se acercaba un enfrentamiento. Entonces buscó darles una gran bienvenida a los munduruku; instruyó a sus cocineros para que hicieran pollo, arroz y frijoles para los invitados.
“Esta noche enfoquémonos solamente en la alegría”, les dijo.
Nascimento, de 47 años, argumentó que los mineros solamente querían sobrevivir.
“A muchos no les queda más opción”, dijo, y señaló a los hombres del campamento. “¿Mejor ser ladrón en Río de Janeiro? Muchos están aquí porque no quieren recurrir a eso. Estamos luchando por el pan de cada día”.
La mañana siguiente, Maria Leusa convocó a los mineros mientras amamantaba a su bebé.
“Esta tierra es nuestra”, les dijo. “Esta tierra no es suya. Aquí es donde nosotros conseguimos el sustento para nuestros hijos. No dependemos del oro, sino de las frutas y de los animales a los que han alejado”.
Nascimento escuchó con la cabeza inclinada.
“Cuando nos diga que nos vayamos, lo haremos”, le dijo a Maria Leusa.
La reunión terminó y varios integrantes de los munduruku se subieron a una excavadora manejada por uno de los mineros para evitar cruzar una zona muy lodosa a pie. Pero se fueron sin que quedara claro cuando se irían los mineros, o si lo harían.
Los munduruku llegaron al siguiente campamento, donde pretendían dejar claro el mismo mensaje. Pero aquí había más gente y la bienvenida no fue la misma. Varios estaban alcoholizados.
“Tuvimos que regresar porque estaban armados”, dijo María Leusa.
El dilema de Midas.
Semanas después, varios agentes federales y policías armados de las dos agencias de protección ambiental de Brasil llegaron a un campamento minero en munduruku a bordo de cuatro helicópteros.
La misión fue el comienzo de la operación Paje Bravo, en honor a un mito indígena de una persona malévola que fue expulsada.
Varios legisladores quieren expandir la minería, los cultivos y la tala, pero hay procuradores y funcionarios que intentan prevenirlo por medio de la autoridad para aplicar leyes ambientales mientras todavía existen.
“Los padres quieren que sus hijos aprendan, que estén preparados, para que no terminen como nosotros: trabajando en las minas”.
ADONIAS KABÁ MUNDURUKU, LÍDER COMUNITARIO
Sin embargo, las redadas logran poco. Como es habitual, en esta ocasión los mineros corrieron hacia la selva cuando se acercaban los helicópteros y los investigadores no pudieron hacer arrestos ni muchas preguntas. Los agentes abrieron fuego contra alguna maquinaria y moradas del campamento antes de irse.
“Fue como zona de guerra”, dijo Valmir, un minero que pidió no dar su apellido por temor a represalias. “Ninguno aquí es bandido. Si el gobierno nos ofrece empleo que no sea en las minas, nadie regresaría acá”.
Días después, los procuradores federales buscaron a los vendedores de oro en las zonas urbanas más cercanas para una segunda fase de su investigación. Esta fue apodada “Dilema de Midas”, como el rey que volvía oro todo lo que tocaba.
“Hay un paralelo con la explotación de riquezas nacionales”, dijo Gecivaldo Vasconcelos Ferreira, policía federal que ayudó a liderar la investigación, sobre el nombre del operativo. “Si no son explotadas de manera responsable se vuelven una maldición”.
Luis Camões Boaventura, procurador encargado del caso, dijo que las autoridades apenas si han develado la primera capa de la industria, que es respaldada por políticos locales y nacionales.
Hay cientos, si no miles, de minas de oro ilegales a lo largo del río Tapajós, y las cadenas de suministro están separadas para que sea difícil llegar desde ahí hasta los jefes de la minería, explicó Camões Boaventura.
“Es un problema muy serio”, indicó.
En mayo, los procuradores exigieron tomar acciones con la advertencia de que el comercio de oro “potencialmente resultaría en la extinción de comunidades indígenas y culturas tradicionales”.
Los procuradores federales han dicho que lo que viven algunas comunidades califica como “genocidio”.
Es una postura que no comparten otros políticos federales, estatales o locales. En el Congreso, una coalición conocida como el bloque ruralista ha impulsado varias medidas para facilitar el acceso a minerales y a cultivo en zonas protegidas.
Bolsonaro, diputado que fue elegido a la presidencia por un margen amplio, ha dado a entender desde hace tiempo que eso es lo que promueve.
“Si dependiera de mí, no habría más áreas indígenas en el país”, dijo después de su triunfo a finales de octubre.
Para deshacerse de esas zonas protegidas necesitaría cambiar la Constitución. Pero Bolsonaro ha amenazado con tomar pasos más pequeños, como dejar de imponer multas contra empresas e individuos que violan las leyes medioambientales.
Ya ha hecho este tipo de propuestas anteriormente. En 2012, cuando él mismo fue multado por pescar en un área protegida, introdujo un proyecto al Congreso para que los integrantes de dos agencias federales que monitorean la minería, pesca y tala ilegales puedan portar armas.
Durante la campaña dijo que el sistema de tierras protegidas es obsoleto e hizo eco de lo que se decía en la dictadura militar: que esas zonas frenan el crecimiento económico y hasta las perspectivas individuales de personas indígenas. Declaró que había llegado el momento de “reintegrarlos a la sociedad” y reconocer que ellos “no quieren vivir en zoológicos”.
Bolsonaro argumenta que Brasil ya no puede tolerar que tantas tierras estén apartadas y protegidas como territorios indígenas, parques nacionales y zonas de conservación.
“Todo eso impide nuestro desarrollo”, ha dicho.
Los líderes munduruku que se oponen a la minería se entusiasmaron cuando se enteraron de las redadas. Pero poco después, algunos de ellos como Kabá recibieron amenazas.
“La expectativa de los líderes indígenas cuando denunciaron lo que sucedía era que iba a llegar el Estado y expulsar a la gente blanca”, dijo Danicley de Aguiar, activista de Greenpeace que ha asesorado a los munduruku. No fue así.
Adonias Kabá Munduruku, uno de los líderes de la tribu que sí tiene acuerdos con los mineros, opinó que proteger el medioambiente y las tradiciones indígenas son metas loables, pero no realistas.
“Es la única manera para nosotros, como mineros indígenas, de enviar a nuestros hijos a estudiar a las ciudades, de que puedan ir a la universidad”, dijo Adonias, de 40. “Los padres quieren que sus hijos aprendan, que estén preparados, para que no terminen como nosotros: trabajando en las minas”.
Los procuradores aún no presentan cargos contra nadie después de las redadas y la minería de oro se mantiene.
“Lo que vemos es que es un crimen que queda impune”, dijo Paulo de Tarso Moreira Oliveira, procurador federal.
Lis Moriconi y Manuela Andreoni colaboraron con el reportaje desde Río de Janeiro.
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